La Voz de Almeria

Tal como éramos

Aquel bazar donde había de todo

La tienda de la calle Rosario tenía unas estanterías mágicas, infinitas, desordenadas

Todo se mezclaba en las estanterías de la tienda de la calle Rosario. En la foto, Carmen Puertas, esposa del propietario.

Todo se mezclaba en las estanterías de la tienda de la calle Rosario. En la foto, Carmen Puertas, esposa del propietario.Eduardo de Vicente

Eduardo de Vicente
Publicado por

Creado:

Actualizado:

Entonces no existían ni los códigos de barras ni las calculadoras, ni las fechas de caducidad ni los grandes supermercados. Reinaban las tiendas de barrio, aquellos negocios cercanos donde la familia propietaria se jugaba el prestigio a diario con sus clientes. Se trataba de negocios de tanta proximidad que uno podía ir a cualquier hora, aunque estuviera cerrado, y tocar a la puerta con la certeza de que te iban a despachar.

La tienda de Pepe Avilés era uno de aquellos negocios que marcaron la vida de un barrio, un gran bazar, un mundo mágico lleno de sugerencias donde era posible encontrar cualquier cosa. Había hilos de todos los colores que se guardaban en bellas cajas de cartón con hermosos dibujos; había bastidores colgados por todas partes con mantas, ropas de cama, bordados, pañuelos, paraguas...; allí vendían las primeras pastillas de Heno de Právia que se conocieron en el barrio: los niños cuando sus madres los mandaban a comprar el jabón, regresaban sin despegarse aquellas pastillas de la nariz, disfrutando del olor a limpio.

La tienda tenía calcetines, bragas, zapatillas, botas de agua, cepos, polvos bóricos que se le echaban a las gambas, zotal y un producto que llamaban azúcar de las moscas, que se vendía suelta como remedio infalible para acabar con los insectos. El mostrador, de madera, se abría en esplendidas cristaleras para que el cliente pudiera ver el género. Tenía lápices de colores, sacapuntas, gomas que olían a nata, velas que todos los años se agotaban para la procesión de la Virgen del Carmen, hermosos lazos de raso de todos los colores, lazos que la gente usaba para adornarse en los días de Feria o como señal de luto cuando se moría un familiar. Todos los años, cuando llegaba diciembre, la tienda se llenaba de juguetes, desde las estanterías hasta las barras del techo. La gente de La Chanca encargaba los juguetes antes de tiempo y se los iba llevando poco a poco durante al mes, a medida que iban pudiendo pagarlos.

La tienda estaba situada en un cruce de caminos, entre el barrio de San Roque, la franja portuaria de la Carretera de Málaga y el corazón de La Chanca. La fachada principal daba a la calle Rosario y a la Plaza de Moscú, un lugar estratégico por ser paso obligado de todas las familias que iban y venían de la zona de los cerros. El tránsito era constante y el negocio no cesaba a lo largo de la jornada; la mayoría de los días no cerraba a la hora del almuerzo y le daban las diez de la noche con las puertas abiertas. No era raro que alguna madrugada, mientras el barrio dormía, se escuchara a un cliente tocar en la ventana de la casa para pedirle: “Pepe, a ver si me pude vender un chupete que tengo al niño que no para de llorar y no nos deja pegar ojo”.

La tienda era un comercio total donde era posible encontrar cualquier artículo por raro que pareciera. Allí iban a comprar los polvos para blanquear, la pintura de las fachadas, los detergentes para el lavado, las pastilla de jabón y aquella colonia marca Olimpia que fue el perfume oficial de la gente humilde del barrio. Los domingos, todas las cabezas de los niños olían a aquella loción económica que algunos utilizaban también para asearse después del afeitado.

En verano, cuando se acercaba la fiesta del 18 de julio, las vitrinas se llenaban de sandalias y bañadores y en el techo, donde en enero colgaban los juguetes, aparecían los salvavidas infantiles y los cubos y las palas que tanto gustaban a los niños para jugar con la arena.

Vendía zapatos y ropa, retales que él mismo medía con el metro que tenía adosado al mostrador, y lazos de raso de todos los colores que se utilizaban mucho cuando había un difunto. Cuando moría un adulto, las mujeres de la familia se encerraban en un luto riguroso que compraban en la tienda de Pepe Avilés, desde las zapatillas hasta las gasas, y si el finado era un niño, era costumbre adornar el ataúd con lazos de todos los colores. De aquellos entierros infantiles de La Chanca, el más célebre fue el del hijo de un gitano apodado ‘el Colorín’, que murió por la infección del tétanos después de pincharse con un alambre. Medio barrio pasó por la tienda de la calle Rosario para comprar la ropa de luto y los lazos.

La tienda era el faro del barrio en una época en que este tipo de comercios y esta clase de tenderos ejercían una labor social fundamental. Pepe Avilés no era sólo el vendedor de la calle Rosario, sino que también era el practicante al que las familias pobres acudían cuando tenían que ponerse una inyección. Actuaba de alcalde de barrio sin serlo, y atendía a la gente que se acercaba al mostrador a que les rellenara algún documento oficial o simplemente a que Pepe les leyera una carta. Muchos gitanos acudían a Pepe Avilés cada vez que tenían que hacer un trato para vender o comprar una burra, o cuando llegaba la víspera del seis de enero y no tenían un céntimo para poderle comprar un juguete a sus hijos.

Detrás del mostrador siempre estaba Pepe Avilés y su familia. Vivían para la tienda, era su universo y no conocían otra manera de entender la existencia que el trabajo; trabajar sin descanso, sin días de fiesta; trabajar pensando en que sus hijos pudieran estudiar y hacer carrera; trabajar de forma constante porque la tienda tenía que estar siempre abierta, y él pendiente de que no faltara nada, de que no hubiera ningún cliente que se fuera de su negocio sin lo que había ido a buscar. 

tracking