La Voz de Almeria

Tal como éramos

El Parque y su tropa de buscavidas

Por el Parque Infantil pasaban los vendedores de frutos secos, de pelotas, de globos, de helados, en busca de las monedas de los niños

Un niño betunero limpiando zapatos en el Parque de los columpios en presencia del vendedor de las pelotas de plástico.

Un niño betunero limpiando zapatos en el Parque de los columpios en presencia del vendedor de las pelotas de plástico.Fausto Romero

Eduardo de Vicente
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En los años sesenta el Ayuntamiento intentó revitalizar el llamado Parque Nuevo y lo hizo transformando la plazoleta principal que aparecía frente a la fuente de los Peces en un escenario infantil. Se montaron columpios modernos y se arreglaron los jardines para que los niños lo convirtieran en un espacio de ocio permanente que los domingos se llenaba de familias.

La nueva imagen y la nueva inyección de vida que recibió este rincón del Parque fue un aliciente para los vendedores ambulantes, que no dejaron pasar la oportunidad de hacer negocio aprovechando el tirón de aquel lugar, sobre todo en los días de fiesta.

Aquella tropa de buscavidas era variada, pero estaba marcada por el mismo hierro: el de la pobreza. En la mayoría de los casos se trataba de humildes mercaderes que iban buscando en un día el jornal con el que poder ir tirando durante la semana. Por el Parque Infantil pasaban los muchachos de los frutos secos, con sus cestas de mimbre colgadas del brazo. En mi barrio, en la calle de la Reina, vivía una familia que se dedicaba a la venta de cacahué, pipas y garrapiñadas por las calles. Trabajaban colectivamente y cuando llegaba el domingo salían todos a vender, desde el padre hasta el hijo más pequeño. Por las mañanas los niños frecuentaban el Parque con aquellas cestas que eran más grandes que ellos y por las tardes se iban al fútbol o a buscarse la vida por el Puerto. El lunes, a las nueve, te sentabas con ellos en la misma banca de la misma escuela y tenían las mismas inquietudes infantiles que tú, pero cuando llegaba el domingo y se colgaban en el brazo la cesta, de pronto se transformaban en hombres con una obligación que no teníamos los otros que en los días de fiesta nos dedicábamos a jugar. Por el Parque Infantil pasaba el hombre de las pelotas de plástico llevaba sujetas con un elástico. Todos los niños de aquel tiempo tuvimos alguna de aquellas pelotas que duraban tres asaltos y siempre terminaban rajadas. El hombre de las pelotas de plástico solía vender también globos y en los desfiles y en las procesiones aparecía con una remesa de tambores y cornetas.

Otro que se ganaba un sueldo en el Parque era Paco, el retratista de La Chanca, que lo mismo inmortalizaba con su objetivo a un niño en los brazos de su madre que a una pareja de novios sentada bajo la sombra de un ficus. Recorría el Parque de un extremo a otro buscando clientes y ‘capturando’ reclutas, que también frecuentaban el lugar cuando bajaban de permiso desde el campamento de Viator. Francisco Pérez Romero, que así se llamaba, se convirtió en el artista ambulante que los domingos recorría el Parque Nuevo buscando la ingenuidad de los niños, la generosidad de las parejas de novios y el dinero fresco de los soldados. Por cinco duros, tres fotografías. Había tardes que tenía que regresar a su casa con los bolsillos vacíos y otras en las que volvía con las alforjas llenas de monedas, que le levantaban la moral para seguir adelante.

Otro buscavidas que frecuentaba el Parque Infantil y sus bancos de piedra era el niño limpiabotas, siempre con su aire fatigado, tirando a duras penas de una vieja caja de madera con reposapiés donde guardaba un cepillo desgastado y varias latas de betún barato. Los otros niños, los que paseábamos vestidos de limpio de la mano de nuestros padres, lo mirábamos con lejanía y sospecha, como si dentro de aquel cuerpo infantil, debajo de aquella vestimenta desaliñada, se escondiera un adulto. Los niños que trabajaban, los niños que dejaban de serlo porque la necesidad les apretaba, tenían un gesto envejecido, como si en cualquier esquina se hubieran dejado el último rastro de inocencia. Eran hombres prematuros, como aquel niño betunero con la cara ennegrecida por el sol que los domingos por la mañana se iba al Parque y al Puerto a ganarse el pan. Qué distante estaba de nuestro mundo de niños de la clase media, que bien vestidos, oliendo a colonia y con una moneda en el bolsillo, nos pasábamos las horas tirándonos por el tobogán.

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