La Voz de Almeria

Tal como éramos

Los novios en la soledad del balneario

La playa de San Miguel era un lugar solitario en invierno, prohibido para las parejas

En invierno, las parejas de novios formales y las  familias paseaban por la zona del balneario de San Miguel los domingos para tomar el sol y el aire del mar.

En invierno, las parejas de novios formales y las familias paseaban por la zona del balneario de San Miguel los domingos para tomar el sol y el aire del mar.

Eduardo de Vicente
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Las playas de la ciudad resucitaban todos los años cuando llegaba el mes de junio y las familias iban a lavarse los ojos y a mojarse los pies para celebrar la fiesta de San Juan. Era el comienzo del verano que aquí empezaba el 24 de junio y llegaba hasta que se acaba la feria. Aunque en septiembre la temperatura siguiera invitando a bañarse, aunque trajera de la mano días inmejorables para disfrutar del mar, las playas se iban quedando desiertas porque en ese calendario íntimo que teníamos los almerienses, el verano de septiembre, con los niños en el colegio y el fin de las vacaciones, era otra cosa.

Había un otoño de almanaque que llegaba en octubre y un otoño sentimental, el que empezaba en septiembre, después de las fiestas. De una semana a otra la ciudad se recogía en sí misma y las playas se quedaban vacías. El entorno del balneario de San Miguel, donde era imposible encontrar un hueco en agosto, de pronto se llenaba de soledades y sus tablas envejecían y su fachada empezaba a desmoronarse como si en cuarenta y ocho horas hubieran sucedido dos años. De una semana a otra se pasaba del bullicio de las familias y de los jóvenes que batallaban por un hueco en la arena y en la barra de la terraza del balneario, a una soledad rotunda, como si de pronto la vida estuviera a punto de extinguirse.

Todo se cubría de abandono, como si aquel balneario llevara cerrado una década, como si los primeros vientos del otoño se hubieran llevado cualquier rastro de vida. En medio de tanta soledad, el ruido de una ventana golpeada por el viento, el crujido de alguna puerta mal cerrada, acentuaban esa sensación de lugar fantasma. Aquellas tardes otoñales de domingo cuando era costumbre ir a tomar el sol que tanto se evitaba en verano, ese sol compañero que ya no dañaba, de la misma forma que en nuestra infancia salíamos en invierno a las puertas de las casas para calentarnos y podíamos estar horas al sol sin que nos dejara mal heridos.

A finales de los años cincuenta, el balneario del Zapillo había iniciado ya su declive. Lejos quedaban los veranos gloriosos de los años treinta, cuando lo más granado de la burguesía almeriense llenaba sus salones, cuando los niños del barrio tenían como distracción salir a la avenida para ver la caravana de coches de caballos que venían de Almería con las familias completas.

La posguerra se fue llevando las pocas esperanzas del balneario y año tras año aquel escenario privilegiado frente al mar se fue cubriendo de sombras, de fantasmas que merodeaban junto a sus puertas buscando un techo donde pasar las noches. Los domingos de invierno, si hacía buen tiempo, era habitual encontrarse con algún grupo de amigas que buscaban los últimos rayos de sol de la tarde, esos instantes en los que el frío del mar anunciaba la llegada de la noche.

Cuando empezaba a oscurecer aquel barrio costero se llenaba de fantasmas y eran pocos los que se atrevían a cruzar por la playa a oscuras. Quizá alguna pareja que llevada por la pasión de la edad se echaba la manta a la cabeza y se acurrucaba bajo el techo de la terraza del balneario para apurar las últimas caricias del domingo, aquellas deudas pendientes que no habían podido saldar en las butacas del cine.

El balneario y la playa de noche eran un territorio prohibido para las parejas, un lugar de mala reputación. Qué complicado era el noviazgo en los años de la posguerra, cuántas barreras, cuántas miradas acechaban a las parejas, cuántos comentarios les caían encima si una vecina o un familiar los pillaba infraganti, besándose en un banco del Parque Viejo o saliendo de alguno de los callejones que desembocaban en la profundidad de la playa desierta.

Con tanto en contra no es de extrañar que las parejas de novios tuvieran tanta prisa por casarse. El matrimonio era para aquellos jóvenes la única oportunidad de conocerse sexualmente, sobre todo para las mujeres, sobre las que recaía casi todo el peso de la moral de aquel tiempo.

Había parejas que se conocían y sin tiempo de explorarse se casaban, y había otras parejas que se eternizaban en la calma lenta de los noviazgos interminables. Pasaban los años y seguíamos cruzándonos con esa pareja de novios eternos que a nuestros ojos se iba marchitando con la misma pulcritud que se le pasaba de moda la ropa de los domingos.

Un noviazgo largo también estaba bajo sospecha y siempre había algún familiar o algún amigo o algún vecino que les hacía el comentario: “A qué estáis esperando? Que se os va a pasar el arroz”.

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