Los vecinos que eran casi de la familia
Vivíamos de puertas a fuera. Necesitábamos a la gente, el contacto diario, la seguridad de tener al lado un buen vecino

Reunión de vecinos en el popular barrio de la Caridad a comienzos de los años sesenta.
La soledad quedaba entonces muy lejos. Vivíamos más protegidos, formando parte de una familia que no se limitaba solo a la que estábamos unida por lazos de sangre, sino que también se extendía a toda aquella gente que nos rodeaba en nuestra calle y en nuestro barrio.
La soledad no existía en el lenguaje de los niños de antes, que crecíamos en casas llenas de hermanos donde era imposible quedarse un rato solo, y en calles donde la chiquillería reinaba a todas horas, volando en bandadas como golondrinas sin límites. Vivíamos de puertas a fuera porque necesitábamos a la gente, nos alimentábamos del contacto diario con los demás y nos sentíamos más seguros teniendo al lado a un buen vecino al que poder tocarle en la puerta cuando se presentaba un problema y necesitábamos compartirlo.
Recuerdo, allá por mi primera infancia, que cuando a un vecino se le moría un familiar el luto nos rozaba a todos. Ese día recibíamos órdenes tajantes de no chillar en la calle, ni siquiera levantar la voz, en señal de respeto por la persona fallecida. Cuando llegaba un duelo todo la calle pasaba por la casa del finado para dar el pésame y las televisiones funcionaban a media voz, como las radios, como nosotros mismos.
Esa vocación de vivir en comunidad y compartirlo todo se fue desmoronando a medida que fuimos progresando económicamente y los pisos modernos empezaron a llenar los barrios y los aparatos de televisión se instalaron en todos los hogares para decirnos que todo lo importante tenía que pasar por allí, por las cuatro paredes del televisor que nos servía la vida en bandeja.
Los pisos, el progreso, nos fueron deshumanizando sin apenas darnos cuenta. Fue un proceso rápido, de una generación a otra pasamos de sacar la silla a la puerta para contarle la vida al vecino, a asomarnos por la mirilla de la puerta del piso antes de salir para comprobar que no venía nadie por la escalera ni estaba ocupado el ascensor.
Los pisos se convirtieron en pequeñas celdas. Fuimos a conquistar la libertad y quedamos atrapados en un tiempo nuevo donde los vecinos pasaron a ser gente sospechosa. Nos fuimos convirtiendo en familias solitarias metidas en pequeñas guerras cotidianas cada vez que la vecina de arriba hacía ruido con los tacones de noche o cada vez que los de la pared de al lado del dormitorio se empleaban con más pasión de lo debido cuando Cupido hacía sonar su trompeta.
Pronto fuimos olvidando el tiempo en el que todos nos conocíamos, en el que los niños entrábamos en la casa del vecino como si fuera la nuestra y compartíamos en las puertas los bocadillos de chocolate y las tostadas de mantequilla. Vivíamos tan cerca, estábamos tan unidos que cuando alguna vecina se casaba y abandonaba el barrio lo sentíamos como un destierro y tardábamos mucho tiempo en recuperarnos de aquella ausencia.
Cuando pasaba el cartero o el hombre de los muertos y el destinatario no estaba en la casa en esos momentos, siempre era algún vecino el que se quedaba con el encargo. Cuando un niño se caía y se descalabraba y la madre no estaba presente, siempre había cerca alguna vecina que lo atendía, le curaba las heridas o lo llevaba directamente al Hospital o la Casa de Socorro. En las tardes de verano, cuando el sol tocaba retirada, las vecinas se unían para refrescar las puertas a base de cubos de agua y así, con el suelo fresquito, empezar la reunión que se prolongaba hasta la madrugada.
Los mayores compartían sus vidas, sus miedos, sus esperanzas y el agua fresca, mientras que los niños disfrutábamos de esa sensación de plena libertad, que solo conocimos en la infancia, corriendo a deshoras por la calle o escuchando con mucha atención alguna de aquellas historias de miedo que tanto nos gustaban aunque después nos quitaran el sueño.