Es difícil asumir como ella, un torrente de vida, se apagó en un segundo. Se fue en un instante, sin hacer ruido, mientras recorría su habitual camino desde su casa en la calle de Córdoba hacia la Cafetería de La Habana del Zapillo. Los taxistas de enfrente vieron como hacía un gesto extraño, como si diera un traspiés hacia atrás, y como caía al suelo de forma fulminante. Ni la rápida actuación del equipo sanitario que la atendió sobre el asfalto ni el esfuerzo de los transeúntes que intentaron reanimarla pudieron evitar su muerte. Se fue en un instante, como ella quería, por eso le pedía a Dios no verse nunca rendida en una cama aguardando el final y haciendo sufrir a su gente, por eso quería una muerte rápida que le permitiera irse sin molestar demasiado.
Rosa solía frecuentar su cafetería de guardia, donde tenía su sitio reservado, donde era una más de la casa. Su taza de café caliente, su tostada con aceite y miel, el periódico del día, se quedaron esperándola aquel día. Las mañanas de La Habana se habían acostumbrado a su presencia, a su estampa de señora impecable, tan preocupada siempre por tener un buen aspecto, por resultar lo más agradable posible a los demás, por engañar una y otra vez al tiempo, que por ella parecía pasar más lentamente. El mejor piropo que uno le podía decir es que aparentaba diez años menos de los que realmente tenía. Y era verdad. Rosa Abad era más Rosita que doña Rosa, por la juventud que pregonaba a los cuatro vientos y por la cercanía con la que se mostraba a la gente. A ella le gustaba que la llamaran Rosita la de Alfonso, porque la figura de su marido, fallecido hace años, no dejó nunca de estar presente en su vida.
En los buenos tiempos, ella compartía con él todo el esplendor del negocio, las alegrías de la mejor tienda de juguetes que jamás tuvo Almería. El bazar de Alfonso fue el alma de la calle Castelar durante décadas, compitiendo en solera con la confitería del Once de Septiembre y con los ultramarinos de Enrique López Andrés. Rosa aparecía por las tardes en el negocio y se situaba detrás del mostrador aunque casi nunca despachaba. Ella llenaba el lugar con su presencia y se convertía en la asesora y confidente de las mujeres que iban buscando algún regalo o algún complemento de belleza.
En aquellos años la Navidad empezaba cuando en la tienda de Alfonso aparecían las figuras de los pastores y el portal de Belén llenando de emociones el escaparate. En esos días, cuando la tienda rebosaba vida, ella, Rosita la de Alfonso, se hacía imprescindible regalando a la gente su estampa de señora, siempre con un buen consejo a mano.