El uno de febrero murió Isidro después de ochenta y ocho años de gozos y refriegas. Se subió al tiovivo de la vida el 11 de octubre de 1925 cuando una apuesta mujer, esposa de un guardia civil errante, dio a luz a un varón en la localidad de Cuevas de Almanzora. Los progenitores, que ya tenían una hija, habían nacido en Fondón.
Isidro creció entre juegos y carencias en un ambiente honesto y pulcro destrozado por la violencia de 1936. A los dieciocho años se alistó a la Guardia civil. Su primer destino, Huesca. Toda la vida recordaría aquella breve y lejana estancia que desaparecía confusa.
Se casó en 1951 con Isabel Aguilera, una bella huérfana herida también por la muerte violenta de dos de sus hermanos en la guerra civil, uno en cada bando. Se instalaron en Almería, barrio de la Catedral, en la calle Pizarro, con más cariño que bienes, con más esperanza que recursos. A pocos metros, el puerto sin vallas ni barreras. Allí atracaban barcos de todo el mundo y se podía hablar con los tripulantes. Y para abrir horizontes aprendió inglés con la ayuda de los cursos que publicaba el diario Pueblo. En aquel ambiente nacieron sus hijos, y crecieron entre juegos y cariño. La Guardia civil les permitía comer, pero no daba para cenar. Corrían los años sesenta. Leía libros en inglés que intercambiaba con los marineros en el puerto. Y muchos más. Por entonces admiró la elegancia en la expresión escrita y la poesía.
En busca de ingresos que le ayudaran, apareció su mejor amigo, Paco Ordoño. Empezaron los negocios. Isidro llevaba las cuentas. Y como las cosas fueron bien, llegaron a dirigir una gran empresa. El emprendedor murió muy joven, y él siguió como gerente. Cumplidos los sesenta y cinco consiguió las primeras auténticas vacaciones de su vida, las que concedían la jubilación. Por entonces hicimos un viaje por tierras de Portugal y España para agradar su pasión, los ríos. Y por nuestro Ford rojo se deslizó una semana de paisajes y conversaciones, de comidas y monasterios, de paz.
Desayunaba en la calle, periódico y cigarrillo, y visita al club de jubilados. Comida a las dos, noticias y breve siesta. Por la tarde, otra vez fuera. Algo de poesía, algún crucigrama, un poco de humo en la habitación, un vistazo a los informativos, cena y reposo. En vacaciones, su casa de Fondón, tradición y recuerdos. Y una cita anual, San Isidro, fiesta de la que era mayordomo por herencia, el octavo en línea directa. El fundador, su antepasado el hidalgo don Juan Gabriel del Moral, del siglo XVIII. Por eso los amigos le llamaban en broma hidalgo, un caballero como el manchego luchador contra los vientos adversos y a favor de la calma y la justicia. Algún viaje corto, una breve poesía, arreglar el mundo desde lejos, paseos, ajedrez, las visitas de sus hijos, contemplar el paisaje y, si era posible un cigarrillo frugal y un vaso de vino envuelto en charlas.
El 28 de diciembre inició su despedida. Lo acompañé en un una habitación de la clínica Mediterráneo, muy cerca de la desembocadura del Andarax. El final llamó a la puerta un mes después. Amanecía. Su hija, enfermera, a un lado; su hijo, médico, al otro. Iban al dar las ocho cuando exhaló su último suspiro. En la despedida, su amplia familia, sus amigos, y los hijos de sus amigos, los amigos de sus siete hijos, su impronta y su estilo.
Las cenizas reposan en Fondón. Su espíritu vaga triunfante allí donde la felicidad no tiene enemigos. El sábado 15 de febrero, a las siete de la tarde, rezaremos por su alma con una misa-funeral en Almería, en la iglesia de San Isidro, su parroquia. Requiescat in pace.