Me dicen que Dios acaba de llamar a su lado a mi buen amigo Paco Merino. Fuimos, los dos, compañeros de trabajo inseparables; y, si bien nos unía el hecho de compartir destino como profesores de Lengua y Literatura en un instituto, había algo que estaba por encima de ambos que primaba sobre todo: una amistad basada fundamentalmente en nuestro aprecio por los libros, por la literatura y la poesía en especial.
Tanto como a mí, a Paco le gustaba leer y escribir en igual medida que andar y reír. Y es que era de esa categoría de personas que no pueden concebir la vida sin libros, sin su mundo inagotable, generoso y libre. Se dirá que algo parecido forma parte de la profesión, está en el bagaje que trae y lleva consigo. Y puede ser cierto; pero en su caso, no obstante, lo llevaba a gala por la vida, dentro y fuera de las aulas, allí dondequiera que se encontrase. De ahí que a alguien como él no le costara trabajo ejercer esa tarea, ese gusto por el saber que se desprende de los libros; pues así era Paco y así se mostraba siempre: culto y liberal, una elegancia no reñida con la simpatía que tenía.
Desde estas líneas que no lo olvidan, le agradezco su amistad impagable, su interés hacia mi familia, su ánimo permanente hacia aquello que yo tuviera proyectado (un escritor en el anonimato como uno). No me cabe duda de que el Señor se ha hecho en su seno con el mejor consejero de libros posible llamando a Francisco Merino; alguien que traspasaba las puertas de una biblioteca (como la Villaespesa, de la que era asiduo) y le pasaba lo que a mí: que era como encontrarse ya en el cielo.