Carlos era Carlos: un vozarrón enorme, un barbudo Malique Alabez montado a caballo entre sables y pólvora, un tozudo mojaquero del Sopalmo siempre con el BOE en los dientes.
Carlos, para unos, era el paladín de todos los bichos y las matas de los montes; para otros, un bragado político de plenos y tertulias infinitas en la Plaza Nueva; se le recordará también como al alquimista que templó el crisol de los Moros y Cristianos de Mojácar o la Asociación Ecologista Ancla con su amigo de siempre, Emilio Aramburu, o el agitador de la Coordinadora del agua de Galasa. Carlos, en cualquier escenario, era diferente: elevaba el nivel, desde un Pleno a una reunión de comunidad de vecinos. Era así, con un memorión de científico, con capacidad de síntesis.
Lo entrevisté decenas de veces en Radio Sol y daba la impresión de que nunca sobraba una coma en las palabras que decía. Era convincente, Carlos, por eso era también temido como la vara verde por algunos poderosos de la época. Fue alcalde de Mojácar, su Mojácar. Por poco tiempo, pero lo fue. Antes militó años en la oposición, con Izquierda Unida, aguantando de pie en interminables plenos, en señal de protesta. Después formó parte del puzzle político del Cuatripartito y trató de poner un poco de armonía en las taifas familiares de Mojácar.
Nunca se conoce del todo a un hombre, pero en lo que se conocía de Carlos pesaban más sus pros que sus contras y también, creo, se le contaban más amigos que enemigos. Se crió en la pedanía del Sopalmo, cuando no había luz eléctrica ni agua corriente. Se hizo delineante y trabajó durante años en el estudio de Ginés Ridao, en La Rumina.
Pero lo suyo era la voz de la conciencia: en las radios, en los periódicos, en los bares, batallando siempre por alguna causa perdida o ganada: como en el puente sobre el río Aguas, en la carretera variante frente a una máquina apisonadora, en los cables de alta tensión de Cuartillas. Carlos era vehemente, incisivo, no tenía término medio. Pero a través de sus bravuconadas hizo que muchos mojaqueros y vecinos de la comarca supieran por primera vez de tortugas moras, de limonium, de antiguas cañadas reales.
Cuando la enfermedad mortal le hirió, se fue retirando poco a poco, sin hacer ruido. Se echaban de menos sus arengas de hombre criado entre barranqueras y quebradas. Le dieron el Indalo de Oro hace dos años por su labor en los Moros y Cristianos.
Se te recordará siempre, Carlos, en caballería, bajando la cuesta con tu aire de moro viejo, riendo a carcajadas, o avituallándote con la chilaba puesta en la kábila de tu tropa, en alguna noche de junio.