La alegría como ética

Alicia Miralles

  • La Voz
Siempre pensé que la alegría era, también, una categoría intelectual, pero si no lo hubiera pensado lo habría sabido el día en que conocí a Alicia Miralles. Alicia, la Doctora la llamaba yo, tenía una inteligencia generosa y alegre, un carácter generoso y alegre, y una belleza generosa y también alegre, de las que a través de los ojos dan al corazón la dulzura que enamoró a Dante. Tenía la mente en Bacares el de su infancia, y en Lucainena el de su trabajo, y en Granada la de su carrera de Medicina, y en San Miguel el de sus vecinos, y en quien parara por aquí donde vivía: nadie de bien que pasara por mi casa, o por la de Juan, o por la de José Luis, o por las terrazas de la plaza, o por Prudencia y las otras tiendas del barrio la ha olvidado en estos últimos duros meses, ni la olvidará. Yo, desde luego, tampoco. He sido una, dos, tres, cien, mil veces testigo de su proverbial generosidad, a menudo en primera persona. Si detectaba, en cualquiera, el más mínimo problema, se aprestaba a resolverlo, siempre por delante, desplegada como una diosa de varias cabezas todas bellas, y del doble de brazos todos dispuestos, y del triple de corazones todos buenos. Lorenzo, Mario, no estáis solos, quiero decir: lo estáis, pero con vosotros la echamos de menos muchos más. Escribió Machado que vive el que ha vivido, y cierto es, vive en esa pequeña parte de la vida que llamamos memoria, la que hace justicia frente a injusticias tan enormes como ésta. Alicia, gracias por haber existido, y por todo, y por el último gesto que tuviste para nosotros: sé, sabemos Belén y yo, que has esperado al nacimiento de la pequeña Momo para no dejarnos irremediablemente abatidos, irremediablemente. Hasta ese punto llegaba tu grandeza de corazón y de ánimo.