Pedro Rubio Cuando tocaba, usaba absolutamente todas las notas del acorde y sus tensiones. Las movía, sustituía y armonizaba a una velocidad que muchos queríamos tener. Parecía que tenía diez dedos en cada mano. Cuando todos creíamos que su solo había terminado, empezaba otra rueda sin despeinarse, y no terminaba hasta que no me miraba con cara de: “Ya he dicho lo que tenía que decir. Te toca”. Así era Leo en todos los aspectos de su vida. Tenía la necesidad de compartir todo lo que tenía con su gente, a la que he tenido el honor de pertenecer casi la mitad de la mía. En Santa Cecilia, patrona de los músicos, habría cumplido 27 años, y jamás se quejó de la enfermedad que le acompañó desde que nació. Y no porque no le gustara quejarse. Se quejaba de la gente que aparcaba en la puerta de su cochera porque, según sus palabras, no era ilegal pero sí poco cívico. Se quejaba del mando cuando perdía al FIFA. Incluso se quejó de que no le pusieron un 10 en inglés de Selectividad porque, cito textualmente, “vieron mi nombre y pensaron que iba de listo. De ahí el 9,9”. Pero cuando tosía tan fuerte que nos asustaba, o le preguntábamos cómo estaba, jamás se quejaba. Al contrario. Leo se consideraba un tipo afortunado porque mientras estaba en el hospital, sus amigos iban a visitarlo, aunque estuviese en otro país. Se consideraba afortunado por los padres y la novia que tenía, y no le faltaba razón. Cada vez que salía del hospital, volvía de Londres y veía que aquí no llovía y podíamos tomarnos un café en una terraza, se sentía afortunado. El año pasado tuve la oportunidad de mostrar su talento a todo el que quisiera apreciarlo en un proyecto que monté pensando en él. Cuando vio la primera entrega que hicimos de El Terraillo, me dijo desde el hospital: “Yo quiero estar ahí. Me curo en unas semanas y voy”. Efectivamente, grabamos el día después de su llegada. En el último concierto que dimos le comenté que cuando todos le llamaran para tocar con él, me jactaría en público de ser una de las primeras personas que lo hizo. Me contestó que esperaba que fuera también de los últimos que lo hiciera. Afortunadamente para mí, así fue. Leo se fue el pasado 16 de septiembre rodeado de los amigos, padres y novia que se merecía. Cuando nos despedimos de él, su gran amigo Luis nos preguntó si nos habíamos fijado en que tenía la misma cara que cuando tocaba el piano. A Leo, por fin, no le duele nada. Ahora está descansado para hacer lo que le apetezca sin miedo a las repercusiones en su cuerpo. Los que nos quedamos aquí estaremos eternamente agradecidos por habernos dejado compartir con él gran parte de nuestras vidas. Descansa en paz, amigo. Te lo mereces.