Con el permiso de Eduardo, y de Rosa (su pareja inseparable), y de sus familiares y de sus amigos…, voy a escribir estas líneas de recuerdo de manera deslenguada y desvergonzada, que es como seguro que a él le gustaría que lo hiciera. Se quitaría sus gafas de moldura de pasta gruesa, me guiñaría uno de esos ojos con los que vio todo el globo terráqueo en varias ocasiones (y con menos picardía que cuando tenía delante a una mujer de esas sobre las que nunca se pone el sol), pondría una mueca socarrona y me susurraría con ese vozarrón de marino mercante: “Di lo que te salga y que les vayan dando”. Tengo en casa un pitaco. Lo cogí hace décadas, con todas las de la ley, de una ladera almeriense medioambientalmente no protegida. Lo quería por imitación. Había visto uno en el comedor del hotel San José, presidiendo a comensales de buen apetito, como el rey Juan Carlos y tantos dirigentes políticos de los primeros albores de la Democracia y posteriores gobiernos, principalmente socialistas; aunque no todos estos eran amigos. Enemigos también los tuvo. Esa flor seca de nuestra simbólica pita sigue siendo motivo de admiración y elogios de quienes nos reunimos en casa. Visión de futuro, diría él. Aún no le conocía y ya estaba intentando emular sus gustos y costumbres. Envidia malsana la que tenía de no poder cautivar como Eduardo a la audiencia radiofónica de Canal Sur para las que hacía de la cocina una travesía pletórica. Deseaba atesorar las miles de experiencias que él había saboreado en todos los mares durante 29 años navegando; de norte a sur y de este a oeste. No me importaba pasar el dolor ridículo de un pinchazo en el lóbulo de la oreja derecha para poder colgar el zarcillo que evidenciara que había sobrepasado en seis ocasiones el Cabo de Hornos. Releía sus ‘Obisperos’ para intentar imitar ese lenguaje viperino, cáustico y encriptado que entonces necesitaba el periodismo contestatario de provincias de los años 80 y 90. Él lo había hecho desde la redacción de ‘Interviú’ y de ‘Día a día’, donde cargaba las tintas mitineras a las órdenes de Alfonso Guerra. En realidad, quise ser ese pirata en dique seco en el que se había convertido, ese truhan de los fogones sabrosos, ese escritor republicano de historias transoceánicas, ese amante de la vida en toda su bravura, ese fortachón de alma tranquila y mirada serena. No sé qué será de su espíritu inquieto, pero a buen seguro que se habrá llevado esa antigua bitácora que daba la bienvenida al porche de su casa, en la que las puertas siempre estuvieron abiertas, como los brazos que nos acogieron cuando buscábamos la libertad.