Tenía Esteban León, el Macoles, una vista de águila para detectar pulpos escondidos en la escollera del muelle. Allí donde había un cefalópodo, con sus ojos saltones y sus patas retorcidas, lo detectaba Esteban con su ojo clínico y se cobraba con maestría la pieza dejando caer la potera. Fueron muchos años, décadas, bajando al Puerto de Garrucha, a remendar los boliches o a ver los barco venir por la bocana. Cuando era un jovencillo se embarcaba con su padre Ginés en el Mi Juana a pescar al trasmallo. Fue un buen pescador garruchero, Esteban, mientras iba a bordo o alistando aparejos. Era un marinero de rolaje, de los que calaban cerca de la orilla a por el pescaillo pobre pero sabroso para el caldo o frito en la sartén. El Macoles fue siempre un clásico de Garrucha, parte del paisaje de este pueblo antiguo de jabegotes, al menos yo lo recuerdo siempre, desde que nací, entre las redes de la dársena, abrigado en las casetas de armadores en invierno o entre las bandejas de pescado y marisco del Almejero de Pepe. El Macoles estaba siempre ahí, por esa zona portuaria, entre las cajas de atunes de la lonja, siempre con alguna bolsa de plástico pillada a la hebilla de la correa por si caía alguna bacalailla o unos salmonetes. Los garrucheros lo recordarán siempre así al Macoles, al ‘Amigo Macoles’ como lo llamaban todos, con sus ojillos japoneses, comprando lotería con las propinas por hacer los mandados a Pepe Rodríguez, o jugando a los chinos cuando era aún más joven con el Paulo el Raspallón, el que solía soltar, con su sombrero de cowboy, frases legendarias como ‘el amor no existe, solo es dinero’. Así fue viviendo y creciendo el Macoles, el hijo de Ginés, que también trabajó como redero con Manolo, cuando aún no había ni un metro de sombra en la explanada del Muelle y el sol caía a plomo sobre la nuca. Fue uno de esos muchachos que frecuentaron la lonja del Puerto, cuando se llenó de goletas, piratas y barriles de ron para el rodaje de La Isla del Tesoro, incluido un loro amaestrado. Fue un hombre de la mar, a pesar de que con los años se fue retirando del oficio. Pero él, el Macoles, siempre estaba por allí, como los cabos, como las nasas para el camarón, como los palangres de tripagato que tan bien sabía aparejar Miguel el Pelailla. Su abrigo era El Almejero, donde le gustaba mirar la tele cuando salía el hombre del tiempo y ponía la yema de huevo sobre Garrucha, donde hacía los mandados desde por la mañana: el pan, el agua, echar la quiniela, comprar verdura, lo que hiciera falta. Un hombre no se muere del todo, hasta que quede vivo el último hombre que lo recuerda, dejó escrito Borges en algún sitio. Eso le ocurrirá a Esteban, el Macoles, garruchero, el mejor ojeador de pulpos de todo el Mediterráneo.