En El Amanecer, Paco (o Paquito, como a tí te gustaba), imagino que habrán puesto hoy un clavel reventón en el velador desde el que mirabas el mar de Aguadulce; desde el que saboreabas el café recién hecho, mientras veías tu barco marinero amarrado a ese puerto en el que pasabas horas y horas. En el Quinto Toro, Paco, al que ibas cada vez menos, habrán puesto un crespón negro bajo la escalera, al igual que en Casa Joaquín o en el Sevilla, donde te curabas el alma con aquellas bullabesas espectaculares a las que te aficionaste en la época del Imperial, cuando hacías parada y fonda de camino a los toros. Paco, te has ido sin avisar y solo has dejado las brasas, ahora que el Papa dice que los buenos católicos no deben esparcir las cenizas de los difuntos ni conservarlas en casa. Qué va a hacer Carmen y tu hijo ahora contigo, Paco, aunque no se hasta qué punto tu creías en Dios. ‘Ya te llamaré cuando me reponga’ me decías este verano con voz cavernosa, Paco, pero nunca te repusiste, aferrado cada vez más a tu silla de ruedas, a la esclavitud de la diálisis, al trauma de tener que enterrar a una hija en el invierno de tu vida. Eso te mató en vida, Paco: se acabó pelar camarones en el Bacus, se fue la risa pícara de bon vivant con un puro en los labios y el soltar a borbotones el río de tus recuerdos almerienses. Te has muerto, Paco, pero viviste como te dio la gana, disfrutando como un niño el Día de Reyes, desde que naciste en Londres, en el barrio de Queen Gate en 1937, donde se exiliaron tus padres tras declararse la Guerra. Desde entonces nunca dejaste de ser ciudadanos británico, con estancia en Oxford, un sir verdadero, aparte de “muy almeriense. Bisnieto de aquel comerciante de tejidos, Francisco Pérez Palazón, que vino de la murciana Fortuna que regentó el Villa de Lyon en Aguilar de Campoo, e hijo de José Navarro Moner, el símbolo del músculo exportador almerienses en las primeras décadas de siglo. Viste como tu padre construía un imperio, con 28 almacenes uveros y naranjeros y más de 5.000 empleados en temporadas de cosechas. Recordabas, en tus días buenos- que eran casi todos- con tu flema inglesa, cómo tu padre acondicionó los primeros baños para las mujeres jornaleras a pie de parra y contabas anécdotas de tus dos suegros emprendedores José María Piquer y José Artés de Arcos Te dedicaste a vivir, con buen criterio, Paco (porque vida no hay más que una, que te lo digan a tí, ahora que te acabas de ir) a participar en aquellos rallys de Montecarlo que organizaba Ramón Gómez Vivancos. Y se te veía feliz en esas fotos amarillas, con tu mono dunlop, apoyado en el capó de tu Mini, con una gorra ladeada, esperando la señal de salida para asaltar el Ricaveral. Y los veranos te bebías Mojácar a sorbos, cuando con tus amigos en esos últimos 60 reservábais una habitación en el Parador, como si fuera una comuna, en aquellas noches del Pimiento, La Sartén y el Zurigurri, donde un civil te sacó el pistolón porque se creía que le había guiñado un ojo. Con esos ojos azules que tenías Paco, con los mirabas y parecías decir ‘que me quiten lo bailado’. Y cuando después os íbais al Bichito de Garrucha y ponías mil pesetas enteras para carajillos. Te has ido generoso Paco, y Almería casi ni se ha enterado, tú que reinaste en esta ciudad de cafés y mercadillos, tú, que fuiste marinero, piloto, parroquiano, hijo de rico, tú, que hablabas el inglés como los ángeles, tú, que tantos recuerdos, tantas leyendas te has llevado a la urna. A tu padre le llenaron el ataúd de flores de azahar, Paco, y tu te has ido sin hacer ruido, sin que se entere nadie. Pero contigo, Paco, se ha ido un capítulo de la memoria de la Almería de antes.