La última campesina de Sierra Cabrera

Manuel León

Isabel Zamora Zamora

  • La Voz
Cuando le preguntaban que si era de Turre o de Mojácar, siempre contestaba lo mismo: “Yo soy de La Adelfa, de La Adelfa nenico”. Allí, en esa cortijada serrana que partía la jurisdicción de Turre y Mojácar, nació y se crió Isabel Zamora Zamora, la última campesina de Sierra Cabrera, que se acaba de ir completamente lúcida, con 103 abriles, en su casa mojaquera. Allí, su familia, la del Hotel Simón, esperaban que la abuela, centenaria como el brandy, se animara un año más con los villancicos: su hija Isabel, sus tres nietos, sus ocho bisnietos y hasta un tataranieto. Pero no ha podido ser: se le cerraron los ojos hace unos días -a una de las decanas de la provincia- los mismos que vieron la monarquía de Alfonso XIII, el Directorio de Primo de Rivera, la proclamación de la II República, el Franquismo y todo lo que vino después. Su madre María Dolores la parió de madrugada en un colchón de perfolla, con sudor y un pañuelo entre los dientes, en un cortijo de Sierra Cabrera; habría una comadrona y una palangana de agua tibia, estaría un candil alumbrando la estancia y su padre Pedro fumando en la puerta del cortijo. Isabel fue la segunda de ocho hermanos, después vinieron Melchor, Carlos, Pedro, Ángel, Antonio, Simón y Antonia. Los ojos grises de Isabel Zamora Zamora, campesina, agricultora, ganadera de La Adelfa, vieron mucho en todo ese tiempo. Hasta hace bien poco le chispeaban de emoción cuando recordaba sus días de moza, allá en las cumbres de Turre y de Mojácar, cuando era como Heidi, envuelta en el olor a heno y en el queso fresco que hacían para la semana con la leche de las cabras. Su padre, Pedro Zamora, un serrano trovador, se fue de emigrante a Buenos Aires y Curaçao y la familia vivía de los pesos que llegaban vía postal y de sembrar el trigo y la cebada, los garbanzos y las lentejas y de pastorear el ganado. Isabel aprendió a leer cuando se iba de pastora al campo copiando con un lápiz las cartas que enviaba su progenitor. No pudo ir al colegio de Los Moralicos, ni a la Carrasca, ni al Sopalmo y asimiló las cuatro reglas de manera autodidacta. Ella se acordaba de cuando amasaba el pan y lo cocía en el horno de leña; de cuando recogía hinojos con sus amigas María Rosa y Ana Vicenta; de cuando se divertían con las canciones del Corregachas y cuando en los carnavales se tiznaban la cara con cenizas; de cuando iban hasta allí los señoritos de Almería, a cazar perdices, los curas don Antonio y don Pepe y el guardia civil Atanasio aficionado a perseguir conejos. Echaban días de jarana entre sartenes de migas, pimentón y zambras que recitaban de noche con una guitarra junto al fuego. Isabel se arregló con Martín Hernández, un vecino que convenció primero a su madre, con el que emigró después a Barcelona justo el año que comenzó la Guerra Civil, con su hija Isabel ya nacida. Su novio le regaló el vestido para la boda y su padre mató un conejo en el convite. Martín se fue con su quinta al Frente y el 2 de enero del 39, cuando a la guerra le quedaba el estornudo final, resultó herido de muerte en las trincheras de La Granadella, en Lérida. Se acabaron los días felices para la serrana: viuda con 26 años, se puso a servir en casa del arquitecto Luis Tusquets, el artífice del Barrio Gótico de Barcelona. Ganaba doce duro, no estaba mal, en esos tiempos de racionamiento, pero pilló el tifus y fue hospitalizada. En aquellos días entre la vida y la muerte en el preventorio, soñaba, entre fiebres, con volver a su sierra, a aventar el grano, a segar alfalfa para los animales como cuando era niña. No esperó más y en 1943 sacó pasaje para el sur. Del que no se volvió a mover nunca jamás.