José Rodríguez Ruiz
- La Voz
Eduardo De Vicente El pasado mes de septiembre murió uno de los grandes futbolistas que ha dado Almería y uno de esos personajes que dejaron huella allí por donde pasaron. Se llamaba José Rodríguez Ruiz, pero siempre fue conocido por el apodo que heredó de la profesión de su madre: Pepillo, el hijo de la guardabarreras del barrio de las Almadrabillas, el niño de María Ruiz, la eterna luchadora del paso a nivel, una mujer tan querida que el día que murió media Almería fue al entierro, cerraron los talleres de Oliveros y los trenes que iban al cargadero pasaron despacio, sin hacer ruido en señal de duelo. La vida de Pepillo, como casi todos los de aquella generación nacida en los años treinta, estuvo marcada por la Guerra Civil y sobre todo por el hambre de la posguerra. Pepillo era hijo del pan duro y de los días de espera sin poder echarse nada a la boca, uno de aquellos niños que soñaban con un bocadillo de longaniza y una sartén de patatas. Cuando tenía que ir con su hermana a llevar las cabras a la Vega, aprovechaba el viaje para comerse las algarrobas que era el alimento del rebaño. Contaba que su abuela, cuando se metía en la cocina a hacer el almuerzo, los ingredientes de la comida eran tan escasos que cuando los nietos le preguntaban: ¿Que estás haciendo de comer?, ella les contestaba: “Si sale con barba San Antón y si no la Purísima Concepción”, porque era toda una sorpresa averiguar qué podía sacar de aquellas ollas tan ligeras de equipaje. Había días que se levantaba y con el estómago vacío se iba a la playa a jugar al fútbol descalzo, y si le apretaba el hambre se tiraba al agua aunque fuera invierno, y así, nadando, conseguía engañar las ganas de comer que le acompañaban hasta en los sueños. Cuando terminó la guerra su madre lo envió al colegio Caudillo Franco, donde iban los niños pobres de los pescadores del Zapillo y de las Almadrabillas. Desde su casa, en la playa del Club Náutico, hasta la escuela, hacía el camino descalzo. Siempre recordaba que uno de los días más felices de su infancia fue el domingo que hizo la Primera Comunión; no porque el muchacho tuviera una fe prematura, sino porque ese día, además de recibir el cuerpo de Cristo, las catequistas le regalaron un tazón de chocolate y un bollo para mojarlo, del que se comió hasta las últimas migajas. Pepillo aseguraba que fue tanta la impresión que le dejó aquel suculento desayuno que hizo tres veces la Primera Comunión para reencontrarse de nuevo con el chocolate caliente y para poder tener el pantalón, la camisa y las alpargatas que le regalaban las catequistas. Cuando los tiempos cambiaron, encontró su primer trabajo y pudo comer tres veces al día, se hizo futbolista de verdad, dicen que de los mejores que ha dado esta tierra. Destacó tanto en los equipos de barrio que un día se lo llevó el Almería, que le ofreció una ficha de 28 duros por temporada en categoría nacional. Pepillo jugaba de interior derecho y de delantero centro. En un año llegó a conseguir 67 goles con la camiseta del filial del Almería. Como futbolista, Pepillo tenía la valentía propia de un niño forjado en la soledad de la playa y en las canteras del hambre, y la viveza del que se había criado en la calle con un rebaño de cabras. Aprendió el oficio de soldador y estuvo unos años trabajando en Argelia. Cuando regresó entró a formar parte de la plantilla de obreros de la fábrica de Oliveros, donde reparaban los vagones y las máquinas de los trenes. Siempre fue un obrero ejemplar, pero sobre todo, un apasionado del fútbol, un loco del balón, un tipo capaz de levantarse de la cama con treinta y nueve grados de fiebre porque los compañeros del equipo habían ido a su casa a levantarlo y no podía decirles que no, aunque estuviera muriéndose.
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