A Miguel Naveros, In Memoriam

José Antonio Santano

Miguel Naveros

  • La Voz
Nos queda la palabra. A los poetas nos queda sólo la palabra. Quizá nuestra única patria. Hoy, con la tristeza royéndome la carne y el alma, las palabras son el único refugio ante el dolor que siento por la pérdida y la definitiva ausencia de nuestro amado amigo y escritor Miguel Naveros. Sólo las palabras que afloran en estos versos que ahora reproduzco en homenaje al hombre y al poeta que fue siempre. En la hondura del verso. Por ti, maestro, allá donde te halles. Ciudad Del Sol I Hubo un tiempo de rosas en la arena azul de los amaneceres espuma de pétalos en los labios y en la sangre palabras que volaron a las nubes y allí quedaron al abrigo de la música y los dones del agua en las acequias y la mar como lluvia de voces misteriosas que blanden las pupilas de la noche y luego crece hasta la altura misma del sol y sus silencios y regresa a la ciudad que las manos acogen en su seno y modelan en el aire de una playa desierta y celestial solo suya su nombre en las esquinas de una calle cualquiera al fragor de los bares que sueñan los sueños que el güisqui espejea en el vaso sostenido entre los dedos huesudos y alargados y penetra hasta las venas tenebrosas de la noche abierta en la garganta y el pecho vagabundo y noctámbulo al calor de la luna el eco de su grito gritando en las auroras de la mar en los ojos respirando la vida la luz inagotable alma toda en el Cabo arcángel terreno de vuelta a los orígenes de la nada en la arcilla y los nombres escritos en la fronda de los árboles o en el corazón del agua nutriente todo verbo numinoso honda sílaba en la añil estela de los días amanecidos al pie del faro de San Telmo en el sagrado monte. II Hubo un tiempo de rosas en la arena en la vetusta piedra alzada sobre el cielo de los sueños y un estanque de flores amarillas en el crepúsculo todo de los ángeles en la azul memoria revelada en las páginas de un libro los libros de la vida que la muerte devuelve sanadora al florido jardín de los deseos a los convulsos arcoíris que sestean en la quietud de la tinta derramada como sangre en las cunetas precoz en su alarido de nombres olvidados sin memoria ya puro silencio en la ciudad del sol. III Hubo un tiempo de rosas en la arena en el blanco desierto de las uñas hundiéndose en la corteza de los días tristes y amargos que el papel desvela después de haber amado precoz toda armonía en arpegios de luna y soledades después de que los hombres surcaran la inmensa mar los naufragios al caer la noche en las ventanas ya sin luz siquiera sólo sombras geométricas figuras en la hora última un último silencio que se escapa por la rendija de puerta cerrada para siempre a la luz de la palabra que vuela como un pájaro feliz y libre por las húmedas aceras al despertar del alba por las calles dormidas en los brazos del aire más allá de la muerte. IV Hubo un tiempo de rosas y azules espejos en la arena y el viento una voz amorosa un apátrida silbo adentrándose hondo en la luz de la tarde una estrella marina. V Hubo un tiempo de rosas una lluvia de labios en la noche secretos un fértil silencio recorriendo la tierra en la ciudad del sol.