Tenía el hablar pausado y la voz cavernosa de los fumadores y el gusto por la conversación - la buena conversación -debajo de una higuera en los veranos y con un vaso de vino cerca. Tenía Ezequiel mucho amor a la vida, aunque se haya ido a la fuerza, dejando a Vera, su pueblo, por el que transpiraba cariño, un poco huérfano. Ezequiel fue, hasta que los últimos meses lo fueron debilitando, un intelectual de la comarca del Levante, un axarquista de pro, un hombre de letras, de pluma no de espada, siempre con sus proyectos de nuevos libros, de nuevos versos, siempre con su bonhomía, con su cadencia genuina. Le gustaba hablar a Ezequiel, tanto como escuchar, porque, en el fondo, siempre estaba aprendiendo de la vida, de los amigos. Ahí se queda, en la memoria de los que le conocimos y los que compartimos con el buenos ratos, su gusto por la poesía, por la historia de Vera, por los buenas faenas en la Plaza de Toros de su pueblo, por ir a pescar galanes en verano en la mar abierta de Villaricos, por la escritura delicada y sencilla. Porque Ezequiel escribía a la luz de la luna y escribía muy bien: lo mismo versos floreados, que habaneras o artículos para aquella entrañable revistilla ‘Almanzora a mano’ en la que fuímos compañeros o para los periódicos, que devoraba cada día desde la portada hasta los anuncios por palabra. Transmitía calma Ezequiel, con su voz y con su prosa y leerlo era como leer a Azorín, como cuando uno abre un libro y no se le ocurre pensar que haya algo que pueda interrumpir la lectura. Ezequiel Navarrete y Garres, pequeño pero grande, nació en Almería, en casa de su abuelo el profesor Eusebio Garres autor de la historia de Vera, un hombre de la estirpe de la ilustración, del siglo de las luces. Aprendió las primeras letras con su padre, maestro nacional, itinerando por diversos pueblos de la provincia, aunque siempre con las raíces plantadas en Vera, su Vera. Fue alumno de Celia Viñas, como tantos almerienses de su generación, y de ella recibió la impronta literaria que le persiguió y a la que estuvo atado como un anillo al dedo durante toda su vida. Fue marino, funcionario, industrial de la hostelería empresario (colaboró en la llegada de Deretil a Villaricos). Pero nunca dejó de cultivar sus aficiones juveniles, nunca dejó de producir, a pesar de no alcanzar nunca la notoriedad de la que muchos creíamos que era acreedor. Siempre tenía en su cabeza un ensayo, una canción, un nuevo artículo o conferencia. Siempre estuvo ligado a cualquier iniciativa cultural que hubiera en su pueblo querido y sobre todo a esas semanas taurinas en la Terraza Carmona, organizadas por Juan Miguel Núñez, que nuca se perdía. Se ha ido Ezequiel y hoy lo entierran en su pueblo del alma; se acaba de ir el nieto de don Eusebio, como le gustaba que lo llamaran y deja un poco más huérfanas esas tertulias veraniegas en el Levante almeriense con sus amigos el doctor Miguel Sáez, el dibujante Emilio Sánchez Guillermo, el paisano José Antonio Ruiz Marqués, Joaquín el Lobo, Federico Moldenhauer, Enrique Fernández Bolea o Juan Grima. Se va pero deja una obra fecunda con libros como Vera, la Ciudad el Campo y la Ribera, canciones como Aires de Vera con música de Miguel Caparrós, pregones en las ferias patronales y tantos libros de poesía y artículos sobre esas tierras del Levante almeriense que tanto quiso. Se te echará de menos Ezequiel, con tu respeto por todas las opiniones, por saber contar tantas historias, pero sobre todo por saber escuchar a todos por igual. Descansa en paz amigo.