Cuando comenzaba la tarde a anochecer y llegaban desde la lejanía las fragancias de un celeste mar mediterráneo y olores procesionales de nardos, en una habitación cinco estrellas del Hospital Mediterráneo de la capital, expiró con el último hálito del corazón en la esperanza divina que su alma se posase en el paraíso celestial, María Martínez Oña, 97 años de humildad, tesón, esfuerzo y mucha fe. No lo tuvo fácil esta generación de mujeres, tras la salida de “la gran guerra” se encontraron de lleno con una guerra incivil y otra guerra mundial, con una posguerra y muchos, muchos años de muchas carestías y carencias para poder sobrevivir o malvivir honestamente en una sociedad quebrada por la ignominiosa ruptura de familias por razones ideológicas. Su vida fue todo un adagio. Su vida discurrió entre su querida calle Cádiz del casco histórico, flanqueada por la calle Regocijos camino de las murallas del Cerro de San Cristóbal hasta el Sagrado Corazón de Jesús, la iglesia de Santiago Apóstol, aunque era más de asistir a misa a los franciscanos, las claras y la catedral, las Adoratrices y el Barrio de El Quemadero. 50 años dedicados a trabajar por unas pocas pesetas como modista, horas y horas, y más horas, con el tiempo justo para arropar siempre a sus dos sobrinos, sus hijos queridos, Juan y Rafael, para continuar su actividad laboral con la quietud de la madrugada. Nunca perdió la fe en Jesús, en la Virgen, en los Santos, en Dios, a pesar de las muchas ingratitudes terrenales, desde un amor nunca olvidado, la ceguera y otras calamidades corporales. Se marcharon hace unos años sus otras dos hermanas del alma en olor a santidad, especialmente Rafaela, la cajera de Almacenes Segura, una santa, y Francisca, quien me acercaba al Colegio Ave María con la vestimenta tradicional del momento de jersey o camisa azul mahón, oración en la gruta con D. Ángel y el cántico con letra – Pemán- del himno nacional mientras se izaba la bandera nacional y también con ellas subíamos al Cerro rezando ante cada uno de los monumentos del Vía Crucis, hoy inexistentes. Miles de vivencias y conversaciones. María como modista colaboró en la realización de aquellos hábitos de cola de negro ruán que llevaban los penitentes del Santo Sepulcro, así como entre las tres hermanas confeccionó las primeras 100 túnicas tras la reorganización de la Cofradía del Silencio en 1978. A los últimos establecimientos que le trabajó fueron la Tijera de Oro, Confecciones Castro, Minerva, Rovira y Gales. Un día de lluvia otoñal tras la misa de exequias oficiada con espiritual recogimiento por Manuel Pozo Oller, se la despidió con silencio y soledad luminosa en el Cementerio de San José, tras pasar sus últimos años en la Residencia del Purísima. Con la tita “Maru” se marchó el penúltimo eslabón del cordón umbilical.