Cuando hace muchos años vi en el cine “Los Inmortales”, recuerdo que me planteé lo fascinante que podía ser el vivir eternamente, al mismo tiempo que reflexionaba sobre lo duro que debía de ser el perder a todos tus seres queridos por el implacable paso de tiempo al no gozar ellos también del “don” de la inmortalidad. En los últimos meses, sin haber sido bendecido con la vida eterna, he tenido que experimentar un sufrimiento similar al del protagonista, Connor MacLeod, por la pérdida consecutiva de tres seres queridos: En marzo falleció mi suegra, Aurora Márquez Martínez, una mujer encantadora que fue una segunda madre para mí y que una mañana nos dejó de la misma manera que vivió: en silencio y sin molestar. Se fue con la tranquilidad de haber estado hasta el último momento con su familia y por la que tanto luchó. En junio se fue mi primo Pepe, José Rivas Sánchez. Una enfermedad despiadada se lo llevaba de nuestro lado y truncaba toda una vida de proyectos. Su afán desde muy joven por servir a los demás le llevó a prestar servicio en las Fuerzas Armadas como Caballero legionario y posteriormente en la Guardia Civil. Deja mujer y dos hijos consternados por su perdida, al igual que al resto de su familia y amigos. Por último, hace unos días, mi queridísima madre, Encarna Sánchez Miralles, nos abandonaba mientras dormía. En realidad, hacía ya algún tiempo que se había marchado. El Alzheimer le arrebató sus recuerdos y con ello la alegría de vivir. Aun así, ha sido muy duro hacerse a la idea de que ya no la volveré a ver. Siempre cuidó de todos nosotros y sé que no fue fácil. A pesar del trabajo que le dábamos le encantaba que nos reuniéramos todos con cualquier excusa y celebráramos “algo”. El simple hecho de poder juntarnos los nueve ya era motivo de celebración. Ya sé que “es ley de vida”, que “hay que seguir hacia adelante” y todos esos tópicos que se dicen en estos casos, y aunque no dejan de ser ciertos, no es fácil. Nada fácil. Al parecer el destino no tenía bastante con esta serie de desdichas y quería cebarse aún más conmigo: cuando estábamos procediendo al entierro de mi madre, una cornisa del cementerio se desprendía y se precipitaba sobre mi cabeza. Aún no sé cómo, en el último segundo, reaccionaba y de un salto esquivaba el drama. Todos los allí presentes coincidieron en que mi madre, de alguna manera, seguía cuidando de nosotros y había evitado la tragedia. Yo, la verdad, no soy de creer mucho en estas cosas, y una explicación mucho más lógica podría ser que reaccioné instintivamente ante el ruido del desprendimiento. Pero en este caso me quedo con las palabras del protagonista de la película La Vida de Pi, al final de la cinta, cuando relata la historia del naufragio del barco en el que viajaba con su madre, y su versión parece demasiado fantasiosa e increíble. Entonces, ante la incredulidad de sus interlocutores, relata otra mucho más realista y desgarradora. El escritor que está recogiendo sus vivencias, le pregunta que cual de las dos historias es la verdadera y éste le responde: - ¿Cuál de las dos historias prefieres? Que la Fuerza los acompañe siempre.