Cuentan que media provincia ha comido un plato de paella en El Puntazo. Al menos así lo aseguró siempre Rosa Flores, su legendaria patrona, una pionera de la hostelería mojaquera que ayer con 81 años fue enterrada dejando el negocio para siempre, después de años y años de dura brega.
Cuando la playa de Mojácar eran un lagartijal se le ocurrió montar junto a su marido, Pedro, un barecico que daba de comer a los primeros turistas y hippies que llegaban entonces a esa Ibiza bis y que convirtió en uno de los fogones más emblemáticos del Levante almeriense.
La tía Rosa, aunque nunca traspasó el umbral de una escuela, estaba dotada de una inteligencia natural para lo negocios que la convertían ante su prole en una suerte de matrona italiana. Se casó en 1952, en una Mojácar desvencijada, con su pariente Pedro Flores en la Iglesia de Santa María. No hubo convite aunque sí compadres, José Gallardo y Antonia.
Antes del casamiento, el marido se fue de emigrante a Lérida a trabajar en los bosques como leñador, abriendo pistas para hacer carreteras y durmiendo en las cunetas. Después se empleó en Andorra, donde estuvo ocho temporadas machacando grava y rellenando caminos de alquitrán.
Rosa, mientras, cuidaba unas cabras y vendía leche, pimientos y tomates en el mercado de Garrucha con lo que sembraba en el Cortijo. En 1964 volvió Pedro de la emigración y abrieron, con los ahorros juntados, su primer hostal y bar en la finca de Las Norias. Lo construyó el tío Pedro con sus propias manos, con la ayuda de Melchor el Pegote.
Cinco duros por las gambas
Al principio, el Puntazo era un pequeño bar con cinco habitaciones y una cocina. En esa época, el kilo de gambas de Garrucha valía cinco duros. Desde el principio, la paella fue el plato estrella y la primera cocinera fue Ana la Rabota, de Vera. Después también ayudaron María Montoya y Pedro Contreras, sobrino político.
Pedro, el marido, mientras tanto seguía labrando la tierra y era su mujer la que llevaba la batuta. Consiguió que comer paella los domingos en El Puntazo se convirtiese en todo un ritual familiar. Después llegaron el Camping, el Parador y otros restaurantes de sus hermanos como La Virgen del Mar y El Flamenco. Otra de sus hermanas menores, María la Terrera, montó una tienda de verduras que aún mantiene junto a la Fuente árabe de Mojácar.
A la paella se fue uniendo el conejo al ajillo que criaban en sus propios corrales. La tía Rosa decía siempre que el arroz que cocinaba no tenía ningún secreto, “tan sólo echarle todo lo bueno”. El Puntazo se fue ampliando hasta lo que hoy es, un hotel-restaurante con zona de ocio y servicios regentado por sus hijos Martín, Pedro, Rosa y Pepa. Allí se celebran más despedidas de soltero que en ningún otro centro hostelero del litoral. La familia Flores está también presente en la literatura almeriense. Rafael Lorente, en su obra Thalasa, habla de los Flores como una oligarquía campesina que alardeaba de serranos, la mayor parte de las fincas cercanas al mar pertenecían a unas cuantas familias del terruño: los Capachines, los Negritos, los Loperos y los Habaneros.
A la vera del Puntazo almorzaron gente de la farándula, la música, y artistas del teatro como Juan Manuel Serrat, Massiel, Sancho Gracia -se comía doblados los pollos al ajillo-, empresarios como Andrés Gago, el arquitecto Roberto Puig, el periodista Enrique Llovet y el pianista Enrique Arias; o gente del cine como Orson Welles o David Lean.
Fueron los tiempos dorados de Mojácar -lo que ya no es- donde diplomáticos y aristócratas se mezclaban en las noches de luna de El Congo o Manacá con los bohemios de aluvión del mayo francés. Tiempos para disfrutar en una Itaca almeriense que se puso de moda por el boca a oreja de una docena de pioneros que encontraron allí un prontuario a mitad de camino entre el hedonismo desenfrenado y los negocios: y en ningún sitio se hicieron tantas compraventas en esos años canallas como en las mesas de caña del Puntazo, en servilletas manchadas de azafrán, salpicadas de cifras y metros cuadrados.
Aún la recuerdo en mis almuerzos matinales, siendo niño, de la mano de mi madre, a la tía Rosa Flores: vestida de oscuro, jaleando a los cocineros, sacando pailas de los fogones, atendiendo a la clientela con sus ojos astutos y sus zarcillos dorados. Y yo, mirando embobado a aquella comadre antigua que se acaba de ir y que me recuerda, como el olor del arroz recién hecho, a mi infancia primera.