Era moreno de verde luna, como un personaje recién fugado de una página de Lorca; era Leónides Maya (Leo de Aurora, por su madre), quien una tarde de verano de hace un par de años llegó a la redacción de este periódico, sacó su guitarra y se puso a tocar como un bendito. Nunca antes, en un periódico como La Voz, al menos que haya quedado constancia, había sonado la guitarra como esa tarde de setiembre, cuando Leo vino apadrinado por el abogado Enrique Lorente y por el director de Canal Sur, Antonio Torres, a dejar constancia de su arte. Dos años después de aquel acabose en LA VOZ, Leo, con solo 37 años, se ha ido de pronto, como lo hacía él todo -de pronto- en su casa de Madrid, dejando un poco huérfanas ahora las noches musicales de Mojácar, donde este gitano hijo de Felipe Maya y bisnieto de un Montoya se convertía en un Dios; dejando desamparados esos escenarios improvisados en el Aku-Aku, en Tito’s o en Lúa o en la casona de Juan Grima en Las Alparatas, donde este sucesor -dicen- del más grande, de Paco de Lucía, encontraba toda su dimensión. También supo conectar con la Hermandad de los gitanos de Vera y con familias como Los Chibancas. El duende de Leónides Maya no estaba, sin embargo, bruñido en una cueva del Sacromonte sino en un corralón de La Latina, el barrio castizo madrileño donde aprendió a los cinco años a maniobrar con los trastes. Leónides puso en una semana patas arriba los garitos mojaqueros con solera musical. Se lo trajo hasta el Levante almeriense Enrique Lorente, el hijo de Rafael, aquel diplomático del karma y uno de los más egregios embajadores que ha tenido ese cerro encalado almeriense. Su mánager lo descubrió en el viejo Madrid, en la discoteca Empire,cuando era un chiquillo y llevaba melena de bailaor por la cintura. Pero Leo de Aurora no era bailaor ni cantaor, ni vendedor de jaulas de colorines, a pesar de haber nacido a un paso del Rastro de Cascorro. Leo era guitarrista con capitulares, al menos ese era el marchamo que le daban los puristas, desde que debutó con siete años con su padre Felipe, también guitarrista, en la Utrech de los tercios de Flandes. Con la edad de Cristo, con el pelo y los ojos más oscuros que la pez, se embarcó en una gira por Andalucía, tomando Almería como bandera de salida. En Mojácar se hospedaba en El Puntazo de las paellas, el que fundaran Rosa y Martín, y triunfó como nadie en el Aku Aku, ese legendario chiringuito de Los Lomos del Cantal comandado por María la turrera, con la colaboración en el escenario de su hermano Jerónimo Maya y de Tomasito de Jerez, en una noche de luna llena, entre mesas de madera y grandes músicos afincados en la montaña de Bédar. Se dejó ver también este perito de las cuerdas más gitanas por los sótanos de la Generación del 27 en Almería y en uno de esos amaneceres en La Alcazaba donde se unían la poesía y la música junto a los muros de la Torre de la Vela. El duende, decían, lo llevaba en los genes, aunque el ponía de su cosecha, sin dejar de acompañar con los ojos los dedos que derrapaban por el instrumento. Su bisabuelo, renombrado como el Bach de la guitarra flamenca, se juntaba con Falla, y con Tárrega. Él admiraba a Paco de Lucía, a Sabicas, y actuó con Estrella Morente. La bailaora Blanca del Rey, fundadora del Corral de la Morería en Madrid, lo definió como “el sucesor de De Lucía”. Él decía que no, que le quedaba mucho, aunque el viento de sus manos decían lo contrario. Se ha ido de repente, Leo, sin arrugas, y nunca sabremos ya de lo que hubiera sido capaz aún más con su guitarra bajo la luna de Mojácar.