Uno nunca sabría decir si era más hábil regateando rivales por la banda del Vista Alegre o dándole estopa y masilla al vientre de algún palangrero. Lo que si se sabe es que Paco el Buzo estaba siempre en un sitio o en otro: o sobre la arena del viejo campo de fútbol de la Peña corriendo como una liebre o en la rampa del varadero, inclinado bajo las embarcaciones que entraban en el dique seco para que sus manos maestras de agrimensor les curaran las heridas propias de la mar. Francisco Pérez Polo, Paco el Buzo, (Melilla- 1942, Garrucha, 2018) que se acaba de ir con 75 años tras una vida plena, era un hombre callado de boca, más de hacer que de hablar. Él dialogaba con los pies -cuando corría y lanzaba centros precisos a la testa del Quico o del Correntín- o con las manos -cuando lijaba y pintaba la madera de la flota bajo un sol de justicia que le daba a su rostro ese aspecto colorado con el que aprendió a convivir. Tenía esa dualidad ‘Paco el Buzo’, la de futbolista y calafate y uno no sabe si se acuerda de él más con la casaca atriaca corriendo bajo los eucaliptos detrás de un balón remendado por el señor Melchor o cuando llegaba el verano y lo veíamos trajinar en el varadero, mientras en la playa vecina los niños nadábamos hasta la boya y las madres se metían debajo de la sombrilla con una cesta de mimbre llena de bocadillos. Paco llegó desde Melilla a Garrucha como buzo, con la empresa de sus hermanos, a hacer el nuevo varadero. Era 1966 y él, con 24 años, se sumergía con la escafandra a pasar revista a los cimientos del dique. Perdía los huesos por un rato de fútbol, desde que empezó a destacar en los campos de su tierra natal, y una tarde, entre inmersión e inmersión, el Buzo melillero subió al campo Filomatic y cuando don Emilio lo vio jugar lo esperó para decirle que lo fichaba para la Peña. Se echó Paco de novia a Catalina Carmona y con ella se casó en 1969. Al principio se desplazaba con sus hermanos a Motril o a Cádiz, allí donde había trabajo, y el presidente le ponía un taxi para que pudiera volver a Garrucha los días de partido. Tuvo su primer hijo y entonces le surgió la oportunidad de dejar la vida errante y establecerse en ese pueblo marinero, en el que ya echó raíces para siempre y donde se convertiría en un garruchero más. Pasó a ser encargado del varadero de la Junta de Obras del Puerto donde reparaba los barcos de Garrucha y de otros cercanos puertos murcianos, hasta 30 metros de eslora. Desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la tarde, Paco cambiaba tablas estropeadas, lijaba, pintaba y daba masilla y estopa a las traíñas o las vacas, con la ayuda de su ayudante Alonso el Gisa, siempre con el sol sobre la nuca, respirando salitre, con ese pelo ensortijado que le hacía asemejarse a veces un actor de película del Oeste. Varaba el barco el sábado y al sábado siguiente tenía que estar botado, como recién estrenado, presto para pescar a la gamba o a por el pescado de tierra. Entre rato y rato, aprovechaba para limpiar el coche, casi siempre un Renault, que lo llevaba siempre como niquelado. Hasta que llegaba el partido de los domingos y se transformaba: era digno de ver cuando se le hinchaba el cuello como a un palomo y amagaba entonces hacia dentro y se escapaba por fuera, hasta la línea de fondo, desde donde armaba la pierna derecha para pegar un centro curvo con la calidad de Amancio. Ese era Paco el Buzo, que después recibió homenajes y fue uno de los fundadores del equipo de veteranos y reforzaba el equipo de los maestros, junto a Manolo de la Andrea y Gregorio en la portería, en los partidos que jugaban contra los alumnos para sacar dinero para el viaje de fin de estudios que -inevitablemente- casi siempre era a la Sierra de Cazorla. Había que verlo ya cuarentón al Buzo, corriendopor la cal con la ilusión de un escolar, como si en vez de alinearse en el equipo de los profesores lo hiciese en el de los pupilos. Después llegaron los barcos de fibra decayó el trabajo y el varadero cerró en 2009, aunque él siguió con la empresa de su hijo ingeniero técnico naval, ayudando a hacer catamaranes para Angola o barcos para piscifactorías en el astillero de Antas, así hasta sus últimos días.