Catalina examinaba desde hacía diez años a sus tres hijos con una mirada neutra como el jabón, sin saber éstos si les estaba queriendo decir algo su madre con esos párpados inmóviles como faros. Siempre les quedará la duda si esa mirada tenía detrás un pensamiento, un sentimiento, la simiente de una acción que la enfermedad depredadora impedía que brotara. Siempre pasa así con este tipo de enfermos: sus hijos los miran a los ojos con toda la ternura del mundo y se preguntan si estarán siendo capaces de estar pensando algo, si estarán de acuerdo con el planchado de la camisa que uno lleva esa mañana, si mostrarán desaprobación por la barba sin afeitar, si necesitan que vayan a verla más a menudo. Muchas cosas se hacen no haciéndolas- está en el tao- y, a veces, en ese no hacer reside lo más sublime, como el silencio en la música, como en una rueda lo más importante es el vacío entre los radios. Catalina se fue yendo así, en silencio, sin hacer, cada día durante una década, mirando a los ojos de sus seres queridos, desconcertados por la fuerza de la pupila de esta turrera que tanto bregó, hasta ayer mismo que se despidió. Catalina Cervantes Balastegui nació en 1932 en el Cortijo de Agua Nueva de Turre y se ha ido con 86 años después de diez años de sufrir Alzheimer. Su infancia estuvo marcada por dos hechos: uno, cuando con cinco años fue mordida por un perro rabioso que había herido antes a tres lavanderas que morirían los siguientes días de hidrofobia. Ella consiguió salvar la vida porque su padre Juan se la llevó a Almería y consiguió una vacuna antirrábica procedente de París, en las mismas fechas que se produjeron los bombardeos alemanes sobre la ciudad; otro, cuando su padre fue a prisión tras la Guerra por haber sido representante de la CNT. Cuando volvió de Burgos, su progenitor la sacó de la escuela para alejarla del Régimen y empezó a trabajar en el campo. Su profesora, María Cacho, creía que podría haber sido una modélica maestra. En 1956 se casó con Martín Grima y nacieron tres hijos: Arturo, Juan e Isabel. En 1973 abrió en Turre el restaurante Grice que marcó toda una época en la recuperación de las recetas antiguas, con la sugerencias del farmacéutico Emilio Moldenhauer. Uno recuerda a Catalina sentada en la cocina, entre el rumor de platos que entraban y salían, en su silla de anea, haciendo gurullos a mano, salpimentando los caracoles, llena de vida, alegrándole la estancia a tanto veraneante hechizado con esos sabores mágicos que ella supo recuperar. Hoy será enterrada a las cinco de la tarde en su pueblo natal. Descanse en paz.