Llevaba la felicidad del agua cristalina por esos pueblos antiguos del Levante almeriense, cuando no había grifos, solo aljibes morunos para almacenarla a la sombra y beberla con deleite o para echarse una galpada y quitarse las legañas tras el sueño. Emilio era como el mensajero de los dioses que aparecía por las calles como fuente de la vida, para llenar cantareras y garrafas secas como la mojama, desde Lorca hasta Carboneras. Siempre taciturno, con sus eternas zapatillas a cuadros, con su espalda curvada, repetía el aguador el ritual de tocar la bocina de su Ebro para avisar al vecindario, como lo hacían los butaneros de Ginés Soto Cegarra, o los vendedores de melones de Villaconejos interrumpiendo las siestas de verano. ‘Emilio el del Agua’ se ha ido en Garrucha, su pueblo adoptivo, con 90 años, tras toda una vida cumpliendo uno de los primeros preceptos a los que obliga el Nuevo Testamento: dar de beber al sediento. A fe que nadie en esa comarca, hundida entre las cumbres de Cabrera y Almagrera, ha sido tan generoso con ese mandato bíblico. Emilio López López nació en 1928 en Güéjar, un pueblecito granadino del que salió mozo para ir a trabajar a las minas de Hererrías, que el Instituto Nacional de Industria había decido reactivar. Allí llegó Emilio, en 1953, al poblado minero que llamaron de Corea por su aspecto militar. El Estado había construido esa colonia poderosa -cuyas paredes aún siguen en pie- debajo de las escombreras para facilitar el trabajo de los mineros y que pudieran vivir con sus familias. Tenían cine, economato y gas, “todo un lujo para la época”, solía recordar Emilio, quien se empleó allí como barrenero. Cuando cerró la explotación, tras años de lucha infructuosa contra la roca, trabajó en la construcción del cargadero aéreo de mineral de Bédar y después decidió hacer lo que hacían tantos paisanos: emprender en 1962 el éxodo a Alemania, a colocarse en cualquier trabajo que le permitiera ahorrar unos marcos y retornar pronto a Garrucha con su familia para poder emplearlo en algún negocio. En Francfort, con las manos cuarteadas por el frío, trabajó Emilio instalando traviesas para el ferrocarril teutón. Hasta que regresó como estaba previsto, con otros compatriotas como Damián el Santero. Era ya 1967, iban creciendo los habitantes de los pueblos, principiaba a alborear el turismo y Emilio, tras dedicarse una temporada con el Chato a la albañilería y a picar yeso, se compró un camioncillo -primero el Ebro y un Buick de la Segunda Guerra Mundial después- y empezó a repartir cubas de agua de Saetías por todos los cortijos, por todas las casas que querían tener agua buena para hervir las patatas, para el afeitado mañanero, para bañar los sábados a los niños en una palangana hirviendo.Había que analizar bien su composición en la botica, antes de repartirla entre la clientela de Vera, de Pulpí o de Antas. Empezó Emilio vendiendo el agua a 2 pesetas el cántaro de 16 litros cuando el gasóil estaba a 6 pesetas el litro, esa era su ganancia o su pérdida. Cuevas -con sus 22 pedanías- era el pueblo que más agua gastaba, recordaba Emilio, sobre todo desde que se retiró el Chupí de Huércal-Overa y se quedó solo en la parada de Cuatro Vientos. También iba a por agua a la Fuente Temprana de Bédar, junto al lavadero en el que las mujeres le asaltaban en verano: “¿hay mucha gente en la playa, Emilio?” Y él seguía su ruta, con una puntualidad implacable, llenando los aljibes de los cortijos de La jara, las piscinas de los hoteles de Mojácar, las bodegas de los barcos que llegaban al Puerto de Garrucha, con su decorosa cuba de 5.000 litros. Hasta que ya cansado dejó de abrir el grifo y aparcó el camión, hace ya un par de décadas. Desde entonces lo veíamos con su camiseta de tirantes, sentado en su mecedora, en la calle Estrella de Garrucha, en esas tarde largas del verano en permanente duermevela, quizá bajo el sueño de seguir llenando damajuanas. Descanse en paz, Emilio.