Tener a don Ramiro a primera hora de un lunes era una tortura que a los malos estudiantes les amargaba el fin de semana. Cuántos soñaban en la noche del domingo con una gripe repentina, con una colitis de un par de días que dejara al bueno de don Ramiro en la cama, pero no existía ninguna posibilidad de que una indisposición le impidiera cumplir con su trabajo. Le podía doler la cabeza, estar resfriado, tener un dolor de muelas, haber pasado mala noche por una indigestión, pero nunca eran motivos suficientes para que el profesor de dibujo no fuera ese día a clase. Iba seguro, y además era el primero, el que se presentaba en la puerta del Instituto antes de que el bedel abriera la cancela, el que un cuarto de hora antes ya estaba llenando la pizarra de dibujos en color y cinemascope para que el aprendizaje no sufriera ningún retraso. Cuando los alumnos entraban en el aula se encontraban con la pizarra llena de trabajo y delante, a don Ramiro, erguido como un legionario para parecer más alto, esperando con media sonrisa a aquellos pobres muchachos que llevaban el suspenso grabado en la frente. Dentro de su clase no había un minuto de tregua. Su mente no descansaba un instante, siempre dispuesto a explicar y a aclarar ideas, y para desdicha de sus alumnos, siempre dispuesto a hacer del proceso educativo una actividad compartida que pasaba por salir a la pizarra. Cuando don Ramiro sacaba a alguien a la palestra, tratándolo siempre de usted, a toda la clase le temblaban las piernas. Temblaban las piernas del elegido y temblaban las piernas de todos los demás ante la posibilidad de ser los siguientes. Con don Ramiro las clases duraban una hora, sin un segundo de relajación. Mientras que otros profesores solían darle a los niños unos minutos de esparcimiento antes de empezar y al final de la clase, don Ramiro apretaba el acelerador desde el primer instante y cuando llegaba la hora de irse, cuando el timbre había anunciado el cambio de tercio, él seguía hablando recordándole a sus alumnos lo que debían de traer trabajado para el día siguiente. Don Ramiro Sanz y Salvador llegó a Almería en 1962 procedente de Linares. Su destino fue el Instituto Masculino, junto a la barriada de Ciudad Jardín. Venía con el título de catedrático recién estrenado dispuesto a comerse el mundo. En aquellos años los alumnos llegaban al Instituto siendo niños todavía y la figura del profesor era tan respetada que el trato era siempre de usted. Don Ramiro nunca tuteaba a sus alumnos porque entendía que la familiaridad, el amiguismo, entorpecían el proceso educativo y era necesario mantener siempre esa distancia que en verdad había entre el educador y el discípulo. Con don Ramiro se estudiaba, se trabajaba y se aprendía. Los que no tenían interés en su asignatura, los que iban a clase por rutina, los que faltaban más de la cuenta, se llevaban el suspenso a casa el primer día y ya no lo soltaban hasta septiembre. Por muy distraído que pudiera estar en sus dibujos, a don Ramiro nunca se le pasaba una ausencia. Cuando un niño dejaba de asistir un día a clase al siguiente, antes de empezar, el profesor lo recibía pidiéndole una explicación coherente. Don Ramiro Sanz era un profesor magistral, un estajanovista del trabajo, un erudito del dibujo, aunque sus verdaderas vocaciones eran la pintura y la historia, materia a la que dedicó gran parte de su vida profesional cuando a finales de los años setenta decidió orientar su carrera hacia la investigación. Todavía, en los archivos, se puede encontrar una de sus grandes obras, el libro ‘Almería. 1804’. Siempre demostró un gran interés por nuestra historia, aunque nunca dejó de ser crítico con una ciudad que él calificaba como dormida y conformista. A lo largo de sus años en el Instituto Masculino llegó a ejercer como director hasta que en 1976 empezó su nueva andadura como investigador. Además, su pasión por los libros lo empujó a embarcarse en un proyecto con tintes de aventura, como fue la puesta en marcha de la primera librería especializada que hubo en Almería, la histórica librería Cajal, que él fundó en 1964 junto a los también catedráticos de instituto Gregorio Núñez, José María Artero, Concha Zorita, Pascual González y Antonio Cabrera. A don Ramiro lo veíamos pasear por la ciudad, ya retirado, sin perder nunca la marcialidad que lo caracterizaba ni la soledad que también formaba parte del personaje. Por muchos años que hubieran pasado, jamás se olvidaba del nombre de un alumno y de sus apellidos y nunca se permitía la licencia del tuteo. Por muchos años que hubieran pasado, los alumnos se cuadraban delante del viejo profesor y por un momento volvían a sentir como si las piernas les volvieran a temblar como en aquellos lunes a primera hora cuando don Ramiro los mandaba salir a la pizarra.