Por aquel tiempo siempre ocurría: cuando la película estaba en su cenit, llegaba el corte del fotograma y los espectadores gritaban contrariados por el hurto de parte de la escena mirando arriba a la cabina, de la que salía un haz de luz en línea recta hasta la pantalla. Allí dentro de ese cubículo, en la parte más alta del Cine Español de Garrucha, estaba Pedro el Porreras y Diego, Diego el de la Turrera le llamaban, quienes eran los destinatarios -como si fuesen árbitros- de todos esos improperios que los espectadores lanzaban con las venas del cuello más que inflamadas.
Se acaba de ir ya anciano ese Diego, el operador tantos años del cine de Garrucha, después de una vida ancha, muy vivida, muy callejeada. Porque a Diego siempre lo vimos caminando por las calles antiguas de Garrucha, primero vendiendo leche junto a la fuente que había donde hoy está la pastelería La Torre Simón o después en uno de los puestos de la Plaza de Abastos o con los rollos de las películas de celuloide en verano, del Tenis al Cinema y del Cinema al Tenis. Siempre con sus trajines, Diego, siempre con sus prisas, calle mayor va, calle mayor viene, hasta llegar al Barrio Pimentón, donde tenía su prontuario.
Diego fue para muchos niños y no tan niños de Garrucha y de otros pueblos cercanos, como ese Alfredo, el Gran Alfredo, de Cinema Paradiso, solo que en vez de proyectar los rollos en un pueblo de Sicilia, lo hacía en uno de Almería, tan mediterráneo y tan aislado entonces como aquel de la película de Tornatore. Recuerdo cuando intentaba colarme en la cabina y apenas lo veía tras la puerta con sus gafas y su bigote de Clark Gable manejando el enorme proyector, pegando la frente a la lente, dándole a la manivela, cuando entonces te descubría como a un gato que acababa de irrumpir en la cocina y te echaba de allí, de su hábitat, muy sutilmente.
A Diego le persiguió toda su vida el apodo de su madre Juana, que, a pesar de ser oriunda de Turre, fue la aficionada más grande que haya tenido nunca la Peña Deportiva Garrucha y no había partido que se perdiera en el Vista Alegre, sentada en la banda sobre un pañuelo blanco que desplegaba entre los eucaliptos, jaleando al Buzo o al Joaquinillo. Diego y su mujer Vicenta, además, regentaron durante muchos años el bar del cine, al que se bajaba por una escalera, que siempre olía a zotal y que se llenaba de niños en el intermedio -cuando las películas tenían intermedios- para surtirse de mirindas y chocolatinas.
Después, Diego y Pedro continuaban con la proyección de la película de vaqueros o de romanos o de Bruce Lee, mientras, desde el gallinero, los golfos tiraban palomitas a los de abajo, mientras en alguna butaca alguna pareja se daba el lote, mientras Antonio el Porreras pedía silencio apuntando con la linterna entre la oscuridad.
Así era el Cine Español de entonces, con el Cano de portero, con el Jatollo haciendo los mandados, con Isabel o la tía Frasquita en la taquilla despachando las entradas, con los carros de Sebastiana y Catalina vendiendo pipas y chucherías en la puerta, con el altavoz a toda pastilla del que salían las canciones de Antonio Machín o de Peret, que revolucionaban los domingos por la tarde la calle Mayor, donde Ceferino Paredes vendía dulces y más arriba, en la calle Lucio, en el bar de Luis el Baviera, los espectadores hacían tiempo antes de entrar al cine y acomodarse en la dura butaca de madera y esperar a que se apagaran los focos e irradiara la luz de la cabina en la que ya se encontraba atento el operador.
Se acaba de despedir de su pueblo ese operador, el viejo operador del cine de Garrucha, Diego el de la Turrera, ese hombre que, de forma artesanal, montaba y desmontaba los rollos para entretener el alma de tanta gente, en aquel tiempo en el que en un pueblo pequeño no había nada más para pasar una tarde de domingo que aquellas películas cortadas y recortadas, más toreadas que una vaquilla, que habían recorrido todos los pueblos de España antes de que pasaran por la manos de ese Alfredo garruchero para seguir dando felicidad.