Mi tía Ani

Javier Adolfo Iglesias

Ana Gómez Terol

  • Javier Adolfo Iglesias

Hace un año mi tia Ani falleció.  Se llama Ana Gómez Terol y la misa por su memoria se celebrará el próximo viernes, 4 de enero, a las 19, 30 horas en la parroquia de Santa Teresa, en Oliveros. Hace un año no pude ir a su entierro ni a su funeral porque me encontraba lejos en Jerez de la Frontera y no me dieron permiso en mi trabajo. Esta vez sí podré ir. 


Hace un año escribí un obituario objetivo, desde mi punto de vista frío, como tantos había escrito antes como periodista, y en el que solo camufladamente se colaba mi tremenda emoción. Ahora lo haré de otra forma, hablando de mi tía, en primera persona, contra el canon de los obituarios. 


Mi tía Ani fue mi primera novia. Lo fue a través de mi tío Paco. Yo era niño cuando los vi hacerse novios en mi casa, en el portal de mi casa, bajo mi casa, la primera fábrica de Helados Adolfo en la que ella comenzó a trabajar, un local que le dejó mi padre y mi madre, su cuñada. 


Viviamos todos en un modesto bloque de pisos en  la antigua huerta de San Telmo y de la que hace poco escribió el gran Eduardo D. Vicente. Ví cómo mi tia Ani fue haciéndose más guapa con los años, quizás fuera el amor hacia mi tío Paco, el más apegado a mis abuelos Sacramento y Adolfo en su lucha por salir adelante fabricando y vendiendo helados. Mi tía era muy amiga de mi madre, como una hermana pequeña más. Mi madre era como su confesora, pasaban horas hablando y yo me pegaba a su falda a oírlas sin entender nada. Supongo que quería lo mejor para su hermano. Cuando mi tía Ani se sacó el carné de conducir nos subimos todos en un coche y nos llevó como en una fiesta a visitar a mi padre a La Voz de Almería. Aún eran novios cuando Ani y Paco fueron testigos de la loca lección de mi padre de dejarme abandonado en plena sierra de Enix. Solo había una cosa que no me gustaba de mi tía Ani, que fumara.


Mis mejores veranos fueron en la fábrica de helado junto a ella y mi tío Paco. Fabricando helado, envasándolos, llenando tarrinas. Una vez casi se electrocutó poniendo los palillos a los polos. Cuando mi tía Ani se casó con mi tío Paco lo viví como mi propia boda. Bailé con ella emocionado como si fuera el mismísimo novio. Solo me dio rabia de que mi madre no hubiera sido su madrina. Ya casados nos trasladamos todos juntos al barrio de Artés de Arcos, donde pasaría el resto de su vida hasta su fallecimiento. Mi tía me llamaba muchas noches o para hacer de niñera de mis primos Fani y Francisco aún pequeños. Viviamos de nuevo todos juntos, también al lado de mi madre, hasta que ésta murió en 1982 y todo cambió en la familia. 


 Mi tía siempre tenía una sonrisa en su cara, especialmente para mi cuando me veía. Me echaba piropos hasta la última vez que estuve junto a ella ya enferma. Quizás ya había descubierto que en el fondo y en secreto había sido para mi mi primera novia. 


Nunca hablé mucho con mi tía sobre mi madre. Quería hacerlo y no lo pude hacer. Por eso cuando el próximo viernes acuda a la parroquia de Santa Teresa a las 19, 30 horas pensaré en ellas, y me consolará imaginar que están de nuevo juntas hablando de sus cosas, en la cocina, en el quicio del portal mientras yo las observo callado.