Esteban, Estebanico, papá, papi… que huella más grande has dejado. ¿Digo huella?…, no. Será más bien una estela. Sí, una estela ancha y brillante, la misma que dibujaba tu barco en las aguas del Cabo, cuando la proa enfilaba el Morrón de los Genoveses, ese accidente geográfico lleno de magia y duende que con la vista templada admirabas y nos hiciste amar.
Una estela a la que hoy, cuando ya no estas, nos aferramos los que te hemos conocido, los que compartimos contigo una larga vida, una vida plena y rica, llena de sensaciones y matices, como si de un poemario se tratara. Cada estrofa definió su etapa, cada verso su momento.
En tu recuerdo diario me aborda la mente los pilares de tu esencia, los que te edificaron como persona: paciencia, dedicación, cariño y nobleza, cualidades que tú llevaste a las más altas cotas de veracidad, valores que además de atesorar supiste irradiar a quienes te rodearon.
Esteban, Estebanico, papá, papi… fuiste padre, fuiste esposo, abuelo y hermano, fuiste maestro, compañero y amigo. Qué fácil resulta decirlo cuando suscribimos los tuyos. Pero qué difícil, bello y grato es comprobar que todos cuantos te conocieron piensan lo mismo.
Las palabras inundan nuestra mente cuando acompañados por tu ausencia te rememoramos, pero tal vez una destaque sobre las demás: bondad. Bueno, también sencillez. ¿Por qué no amistad? Y… ¿gratitud? Nos gusta más nobleza… dignidad, amabilidad, templanza… Uf, son tantas que resultan innumerables.
¡Ay papi! sí es que eras bello como una balada, un manantial de rimas y buen hacer, un poemario en el que cada estrofa definió una etapa y cada verso su momento.
Las nubes que amortajan el sol se disipan. La proa enfila el Morrón de los Genoveses. Su silueta arcana nos envuelve, como la brisa marina y su hálito de sal. Tu mano experta y marinera, fija al timón, va hacia ella. Ahora, bajo las luminiscentes estrellas del Cabo, en el viejo mar de la sabiduría. Lo observas de nuevo. Es el sitio. No hay otro. Indómito, salvaje y puro te contempla y abraza.
Después nos miras. Te miramos. Sonríes. Te sonreímos. Un último pálpito. Para cada uno de nosotros un gesto de gratitud. Para ti nuestro mejor deseo. Vas hacia él, envuelto en un sudario de luz y cariño. Las olas salpican la proa, te adentras y te vas.
Y detrás una estela… brillante y ancha, como sólo puede dejar un hombre bueno, ese rastro irrepetible al que todos nos aferramos cuando nos balanceamos en tu recuerdo.
Fondea papi que has llegado. No es un triste ocaso. Es el final de una estrofa. Los versos seguirán fluyendo con sus buenos momentos, abrazados en la tibieza del mar, bajo la línea del horizonte, de las rutas perpetuas que enlazan con otros mares y otras tierras.
Más allá, Monsul, Los Amarillos, Vela Blanca, Cala Grande y cala Chica, esos recónditos lugares que forjaron nuestro devenir, te cortejan y arrullan, mientras la Media Luna seca sus lágrimas en el haz eterno de la luz del Cabo.