Era Teresita, que se acaba de ir con 99 primaveras en la Almería de su alma, uno de los bellezones del Zapillo cañí, cuando solo aparecían unos cuantos chalecitos frente a la orilla y los vendedores del carrito voceaban el cañadú. Hasta sus últimos días, tocada con su sombrero blanco y su collar de piedras, seguía intacta esa querencia por esta bahía sureña. Desde que con diez años descubrió la espuma blanca frente al Balneario de San Miguel, cuando se tenía que meter en el agua con bañador desde el cuello hasta las pantorrillas. Aunque las curvas, por mucho que las ocultase la lycra, bullían debajo.
Aristócrata por los cuatro costados aunque no ejerciera, esta santanderina llegó a Almería en los tiempos del Charlestón, cuando El Zapillo era solo un barrio de pescadores. Hija del Conde de Torre Marín, nieta del Capitán Gorordo y del dueño del célebre Café de Levante, aquí siguió hasta el final, anclada a la misma playa de su juventud. En esos días azules de su infancia le salían enamorados de debajo de cada piedra del espigón y ella soñaba, desde su cortijo de El Canario, con que llegara la tarde para que su padre, Pepe Torre Marín, con quien su madre se casó en segundas nupcias, la llevara a la playa. En esa célebre hacienda pasó Teresa parte de su vida, viendo a las mujeres emporronando la uva y dando paseos con su burro Lucero o en bicicleta con su falda pantalón -fue una de las primeras mujeres ciclistas de Almería- junto con su amiga Luisa Verdejo.
Después de la Guerra, en la que perdió a su perro Gandhi, se fue a vivir a Villa Pepita, al lado de los Ochotorena y los De Oña y siguió con sus risas frente a la playa, conquistando corazones, con sus amigas Carito Anchóriz, Resi Lussnigg, las De la Chica que eran de Granada, en aquellas tardes interminables en las que jugaba al tenis con Adelita Pastor en la terraza del Imperial, remaba hasta el faro en piragua o remataba la jornada con alguna película en el cine como la de Capitanes Intrépidos, “qué bueno era Spencer Tracy”, recordaba aún.
A los toros, aunque le gustaba el capote no la sangre, iba en el landó de su padre y después, aquellos bailes en el casino con Enrique Alemán y la hija de la de Sombrerería Rosales, con sus vestiditos de organdí y con todas esas amistades almerienses que tanto le gustaba recordar en la cafetería de La Habana frente a una taza de té.
Se casó con un médico asturiano de pulmón, Teresa, y convirtió a su marido en almeriense consorte y lo aficionó a ir al Club de Mar, a la Venta Eritaña y a contemplar el mar en una butaca desde la terraza jugando al póquer o a la canasta. Tenía nostalgia del viejo Zapillo, de ese barrio de pescadores, de esas casitas bajas en las que todos se conocían y compartían los helados del carrito.
En la feria se plantaba en una carroza y se iba paseando cuando el sol ya había caído y cuando el frescor marino inundaba las calles próximas al Parque. La vida de Teresa está cuajada de personajes legendarios por los cuatro costados de su árbol genealógico: nieta del Capitán de Marina José María Gorordo, que burló el bloqueo de los yanquis a Cuba en el 98, y del propietario del Café de Levante en la Puerta del Sol de Madrid.
Seguía hasta hace un tiempo bañándose en la misma playa de su juventud, nadando en frente del Delfín Verde y tomándose su vermú en La Cabaña del Tío Tom o en El Turia.
Siempre se sintió de Almería, siempre, aunque estuviese lejos de su playa, de sus olas, de su luna lunera cascabelera, porque aquí fue feliz desde que era una niña y ella, como en la letra de Armando Tejada, siempre volvía a los viejos sitios donde amó la vida. Descansa en paz, Teresa, condesa de El Zapillo.