Hay personas que se aferran tanto a la vida que junto a su nombre es imposible conjugar según qué verbos. Y Pepe Redondo era una de ellas. Porque él, que nos dejó terriblemente huérfanos hace unos días a los 75 años, encarnaba la vida misma.
Su chispa, su inteligencia y su carisma lo convierten en un ser humano irrepetible. Un lujo para una aldea como Las Pocicas, en Albox, donde fue pregonero -título que mereció ostentar de forma vitalicia- durante más de un lustro de forma consecutiva (todavía recuerdo aquel verano en que nos hizo llorar en la plaza del pueblo hablando de las persianas que se subían o bajaban en función de si los jóvenes habíamos vuelto a casa).
Desde un punto de vista más sentimental que riguroso, puedo decir que Pepe Redondo fue director del Colegio Virgen del Saliente y, como maestro, dejó una profunda huella en sus alumnos. Puedo decir que fue un lector empedernido y escritor (colaboró como nadie en mi aventura pseudoperiodística de ‘El Pociquero’ y con publicaciones como ‘El Arriero’ aunque todavía están por descubrir sus libros). Puedo decir que su hogar siempre estuvo abierto a quien lo necesitó, y lo seguirá estando, y que era el motor de una familia diferente a todas y maravillosa. Puedo decir que nadie le hacía sombra jugando al dominó o a la petanca, ni compartiendo después con alegría su premio con los vecinos.
También he de confesar con pena y emoción que siempre soñé con ser su alumna o con hablar con él sobre los libros y la vida. He de confesar que alguna vez observé sus reuniones familiares con añoranza y que prefiero seguir creyendo que me lo voy a tropezar cuando vuelva a Las Pocicas.
Porque está allí: acaba de pasar caminando con sus perros mientras escucha la radio. Está leyendo al fresco en la buhardilla de su casa. Lo puedo ver ahora mismo: termina de salir victorioso de otro campeonato de petanca con su hijo José David después de barrer en la primera mano de dominó con su compañero el Jimeno; juntos sufren el humor socarrón de Bernardo el del bar. Si me detengo un momento, lo veo acodado en la barra con su primogénito Juan Antonio y quemando la pista de baile en las fiestas bien con su risueña Carmen, bien con su inseparable Paquita.
Pepe Redondo nos ha dejado solos, muy solos, y lo único que nos queda es celebrar el tiempo en que lo hemos tenido cerca y buscarlo donde él siempre estuvo, en las cosas verdaderas de la vida.