Creo que ningún periódico ha dado la noticia del fallecimiento, el pasado sábado, 7 de diciembre, de Antonio Molina, un artista alejado de los circuitos del arte desde hacía mucho tiempo, pero reconocido y respetado por el grupo de pintores de una generación, o mejor dicho de las generaciones que se gestaron en torno al movimiento indaliano. Nació en la Almería antigua de Pescadería y muy pronto se descubrió con una habilidad innata para el dibujo, y para contemplar el mundo con ojos críticos, pobre del artista que no tenga esa mirada y la mantenga a lo largo de los años.
Fue un niño de la posguerra, terrible en esta pequeña y abandonada ciudad de provincias, y tuvo que vivir con lo que pudo y como pudo, y como muchos otros terminó también emigrando. Un largo viaje que lo llevaría hasta el norte de Europa, a Suecia, un paisaje extraño para un hombre que tenía tatuado en las entrañas el sur. Allí trabajó en varios oficios y en cuanto tuvo la oportunidad regresó a su tierra, a su barrio, desde cuyos terraos contemplaba un horizonte infinito, azul y blanco, cálido y protector. En su casa, situada a los pies de la Alcazaba, lo conocí. Fue Albertina, su mujer, la que me presentó al pintor, un tipo en apariencia seco y huraño hasta que la conversación derivaba hacia la pintura, entonces hacía gala de una mente que elucubraba al margen de lo convencional. Y fue allí, en un pequeño almacén situado en la planta baja, donde pude contemplar dos de sus cuadros. El pintor había retratado como si fuera una Piedad a una mujer y al hijo que yacía en sus brazos, se trataba de Javier Verdejo, el joven estudiante almeriense asesinado en agosto de 1976. Las figuras de tamaño natural sobrecogían por su dramatismo y sorprendían por su excelente técnica. El segundo cuadro, también un gran lienzo, era un desnudo de mujer. Me recordó la maja de Goya, aunque era fácil reconocer los rasgos de Albertina. Hermoso, muy hermoso, la visión de ese lienzo me trasladaba a una época en la que el realismo constituía un lenguaje moderno y transgresor. Eran, sin duda, dos obras de un artista que conocía y dominaba el oficio, de un maestro.
Volví a ver a Antonio Molina, mucho tiempo después, una mañana gris de otoño, en la plaza Pavía junto a su amigo Luis Cañadas. Tomamos un café para espantar el frío. Antonio Molina era muy crítico con el mundo, y por supuesto con la pintura actual, su verbo afilado no condescendía con lo que él entendía que era trasnochado y antiguo, ya en Suecia andaba creando con material electrónico y espejos una obra nueva que se acercaba a los postulados del arte cinético. Y siguió ahí en su mundo, dándole vueltas a esos proyectos visionarios, tan excéntricos e incomprensibles incluso para sus amigos pintores. Y así fue haciéndose cada vez más solitario, un refugio desde el que defender sus pensamientos, sus ideas, sus sueños, adquiriendo un halo de artista raro, lunático, y muy reticente, además, a mostrar su obra.
A Antonio Molina había que entenderlo, como lo hizo durante años Niko Stook, con quien mantenía largas y surrealistas conversaciones, y cariño, y amistad. Finalmente, fruto de esa amistad, consiguió que expusiera, por primera vez en muchísimos años, en la Sala Makiniko, un conjunto de fotografías, era el mes de enero de 2018. Las imágenes de esa exposición que tituló Mi planeta mental recordaban las visiones caleidoscópicas, o esas cristalizaciones orgánicas que reserva la naturaleza para unos ojos entendidos, para una mente libre, abierta a una nueva concepción del arte.
Allí estuvimos con Antonio Molina, acompañándolo, y reconociendo su valía. Ojalá no haya sido esa su última exposición.