Se llamaba Juan Díaz y se ha ido con 100 años, saturado de recuerdos, en un piso en la calle Doctor Carracido de la urbana Almería, tan distinto a su viejo huerto de brevas y jinjoleros.
Allí pasaba sus días Juan, mirando al barrio de Altamira, con sus ojos marchitos, duro de oído, pero riendo aún como el zagal que fue, este beninero hasta las trancas, el último lugareño que pisó las calles de esa aldea ya mitológica que se inmoló para que el Campo de Dalías tuviera agua, el último que oyó el croar de las ranas de la balsa, el último que percibió el aroma de los jazmineros.
Después todo fue agua y más agua, como en un diluvio bíblico, que anegó no solo los árboles, el púlpito de la iglesia o los pupitres de la escuela, sino también la memoria de centenares de años de alegrías y tristezas compartidas.
Benínar, que significa en su origen árabe ‘nacida del fuego’ está enterrada bajo el peso de un descomunal aguacero.
La historia de Juan es la del indígena que no quiso irse de la tierra de sus antepasados, que pleiteó hasta el último minuto, hasta que lo desalojó a la fuerza la Guardia civil una calurosa mañana de agosto de 1983. Decía que no quería los dos millones y medio de pesetas que le daba el antiguo MOPU, que el aire puro, la vega que había trabajado con sus brazos, sus recuerdos de niño no tenían precio.
Juan nació un martes 24 de junio de 1919 y se crió con Antonio el de Carlota y con la Quinta del Biberón lo obligaron a ir a una guerra que no era la suya. Primero con una manta en el ejército de Lérida y después en el Peñón de Gibraltar. Cuando volvió a su pueblo, a su Benínar del alma, estaba todo lleno de falangistas, nunca quiso ponerse la gorra negra como tampoco antes se amarró el pañuelo de miliciano.
Se casó en 1947 con Elodia Roda, se cansó de sembrar trigo y maíz y emigró a Montevideo a trabajar haciendo caminos y con el dinero ahorrado se compró a la vuelta unos roales de tierra, la misma que le expropiaron y que duerme en el fondo del embalse. Lo nombraron juez de paz para poner un poco de orden cuando había alguna riña familiar y también fue teniente de alcalde , aunque eso no le eximió de seguir labrando los campos y recogiendo la almendra y la aceituna, hasta que la riada del 73 acabo con casi toda la Vega.
Él, el juez de paz, el emigrante que volvió del Uruguay en la bodega de un barco con cuatro cuartos para formar una familia, el niño que buscaba nidos de verderones y al que el maestro don Antonio le tiraba de las patillas si se equivocaba con la tabla del siete -decía Ana María Matute que la infancia es a veces más larga que la vida- fue el último en abandonar ese pueblo sacrificado, que fue borrado del mapa por un edicto en el BOE. Aunque dicen que allí donde se reúnan dos benineros, siempre estará Benínar. Juan ya duerme en el cementerio que está encima del pantano.