Nadie lo llamó nunca por su nombre de pila y apellido. Es más, si hubiera sido así, nadie lo hubiera identificado. En su pueblo, Garrucha, y en los pueblos limítrofes, Antonio Rodríguez era Antoñín, para todo lo que se terciara.
Se acaba de ir este garruchero de pro, después de años de cara al público, de servicio a los clientes, que le hicieron muy popular durante décadas. Sus paisanos más jóvenes, los milenials y los centenials, quizá no llegaron a conocerlo, ni lo conocerán ya, pero deberán saber que en una época hubo un tipo en su pueblo que cuando necesitabas morfina de madrugada por un dolor de muelas o cuando al televisor le salía esa agüilla tan molesta y típica de los 70, ahí estaba Antoñín para atenderte con una sonrisa. Valía para todo -o para casi todo- solucionando los múltiples problemas domésticos, con la medicina, a veces tan poco común, de la simpatía.
Antonio Rodríguez Albalat nació en 1941 en esa ciudad de histórica resistencia que es Sagunto. Su padre trabajaba entonces en los altos hornos haciendo vías para los trenes de esa España que acababa de dejar atrás una guerra cainita. Al poco, se quedó viudo y envió a su hijo a vivir con sus dos hermanas solteras -Isabel y Trinidad- que regentaban una fonda llamada La Posada del Mar, debajo de donde estuvieron las antiguas Escuelas Graduadas de La República. En el patio de esa venta para viajantes y gente que venía a tomar baños de yodo en verano, creció Antoñín. Y muy pronto, a los 13 años, entró de mancebo en la farmacia de don Emilio Moldenhauer, una de las boticas más antiguas de la provincia abierta en 1860 al amparo de la emergente minería.
Estaba entonces el establecimiento a Poniente de la calle Mayor, entre las casas del tío Rubio Pelotas, que era arriero, y la de Antonio el Porreras, propietario del Cine Español.
Allí laboró Antoñín durante 25 años, desde que iba en pantalón corto, despachando ocales y aspirinas, pomadas y jarabes, en ese inolvidable mostrador de madera. Después fueron entrando también otros ayudantes como Pepa Cano y Juan Cazorla León “el Pirri”.
Antoñín, de niño, era también uno de los fijos en el Vista Alegre, en los partidos de la Peña de los años 50, el equipo que fundó su jefe, cuando aparecía en las fotos antiguas siempre con el botiquín de primeros auxilios en la mano. Después la farmacia se trasladó a su emplazamiento actual, en la subida del cine, donde muchos años antes estuvo la Central de Teléfonos.
Fueron pasando esos años entre medicamentos, cuando aún no había guardias regladas, años de levantarse de madrugada para despachar un frasco del Tío del Bigote, el antídoto contra el dolor muscular de algún anciano, pastillas contra los 40 de fiebre de algún niño, tabletas de Nolotil contra una jaqueca repentina, años en los que llegó el viento de un tiempo nuevo, en el que Antoñín ayudó a crear esa primera Asociación de Vecinos que se fundó en Garrucha en la naciente democracia, cuando todo estaba por hacer, cuando se creía que todo se podía resolver en esas interminables asambleas en el salón municipal encima del Hogar, cuando los niños siempre veíamos el Gordini eterno de Antoñín, y antes su Goggomobil, frente a la casa de Ginés el Camarón.
Dio entonces una vuelta de tuerca a su vida, dejó la vieja botica, y abrió un comercio en el bajo de su casa con mirador de la calle Mayor, donde había estado antes la zapatería de Agustín el Quiquiño. Pero no le cabían ya los electrodomésticos y compró el solar de enfrente donde inauguró su flamante negocio, como si fueran unas mismísimas Galerías Preciados. Fueron esos años en los que se vendieron como rosquillas las primeras televisiones en color -aquellas Vanguard, aquellas Grundig, que ahora recordamos antediluvianas pero que entonces eran un prodigio tecnológico- los frigoríficos, las lavadoras, con servicio técnico incluido que era él mismo.
Aprendió el oficio con prestancia, como antes había aprendido de fórmulas magistrales, y adquirió una intuición natural para orientar las antenas en los terraos, para evitar que se metiera la mora o la argelina haciendo interferencias. Ahí llegaba entonces el bueno de Antoñín para trastearla un poco, para cambiarle la orientación hacia el Cerro de Aitana o del Cucharón y entonces se obraba de nuevo el milagro de la nitidez, de poder seguir viendo los partidos del Mundial de Argentina o aquellos programas musicales como Aplauso, cuando aún ni siquiera había llegado la UHF.
Su mujer, María Batista, nieta de un carabinero de Macenas, le cogía las citas para las reparaciones y el transporte de la mercancía hasta los domicilios, cuando empezó el boom de la segunda residencia en las playas de Mojácar y Vera y había que equipar de electrodomésticos los apartamentos de tantos veraneantes madrileños o catalanes que llegaron entonces.
Descanse en paz Antoñín, aunque no ha podido tener la despedida merecida por las circunstancias, ese hombre al que medio pueblo tuvo que llamar alguna de vez de urgencia o para que le dispensara una cataplasma o para que les pusiera en condiciones el televisor.