Ha muerto Antonio Giménez, profesor titular de Ingeniería Química.
Profesor y Doctor: eran los dos títulos que tenía por merecimientos propios, que más le enorgullecían. Estaba jubilado, pero a la fuerza, muy a su pesar. Era un profesor vocacional, riguroso, metódico, extraordinario, que dominaba su ciencia (la Química) y sabía transmitirla: sus muchos alumnos pueden atestiguarlo. Como compañero, era un apoyo extraordinario; siempre dispuesto a prestarte su ayuda hasta abrumarte con su desbordante disposición: sus colegas del departamento de Ingeniería Química pueden dar fe. Y a mí, como amigo, en este momento de tristeza y llanto, me toca recordarlo.
Imagino que ya se habrá reunido con Joaquín e Isabel, sus padres, a los que siempre recordaba con cariño y respeto y, estoy seguro, que les hablará elogiosamente de lo bien que escribo. Porque yo, con la muerte de Antonio, además de a un amigo, he perdido al más ferviente admirador de todo lo que he escrito: siempre andaba inquiriendo qué estaba escribiendo, o qué nuevo artículo había publicado en La Voz de Almería. Siempre elogiando mis ideas y mi estilo.
Esta mañana, volviendo de mi caminata diaria, al pasar por la Terraza de las Almadrabillas donde, estas últimas semanas, cercados por la amenaza de la COVID-19, juntos con Manolo y Federico, embozados en nuestras mascarillas, tomábamos café al aire libre mirando al mar, no he podido evitar, como una ráfaga fugaz, pensar, que Antonio ya no vendría más. Que no iríamos juntos (él y yo, los dos “guayabos”, uno con Parkinson y otro con el corazón diciéndole adiós) el próximo verano a remojarnos en “nuestra” playa, la apropiada para nuestra condición de discapacitados, a la que jocosamente, riéndonos de nuestra propia decrepitud, llamábamos playa de los “lisiados” o de los “hechospolvo”. Y se me han escapado unas lágrimas de pena. Como ahora.
Adiós Antonio, amigo.