Juan Luis del Olmo, madrileño de nacimiento, almeriense de adopción y de convicción, falleció ayer en la fría Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Torrecárdenas. El maldito coronavirus que tanto nos está canbiando la vida, se lo llevó después de una dura pelea de escasas esperanzas pero que asumió con una rebeldía que siempre fue una de sus características vitales.
Era uno de esas personas a la que es difícil imaginar sin su cámara colgada al cuello; con ella creció personal y profesionalmente porque desde que lo conocí lo consideré un pasional de la fotografía, un profesional de esas imágenes que se convierte en un escaparate del mundo que lo rodeaba.
Durante muchos años fue compañero en La Voz de Almería, periódico para el que retrató no sólo la actualidad, sino para el que fue capaz de captar algo tan intangible, pero tan valioso, como son los sentimientos, las costumbres, las historias verdaderas de sus personajes. Porque Juan Luis era uno de esos privilegiados capaces de ver más allá del objetivo y captar esas otras realidades no dichas ni expuestas ante los auditorios o los micrófonos.
En esos tiempos de fotoperiodismo nos acompañó con su cámara y al mismo tiempo con un espíritu crítico que escudriñaba las escenas, daba imagen a las palabras y secuestraba la verdad que se encerraba en cada escena.
Porque por encima de todo siempre fue una persona sincera consigo mismo y con compañeros, amigos, conocidos y hasta desconocidos. Nunca tuvo pelos en la lengua y no ocultaba los dictados de su personalidad y de su conciencia. Esa postura innegociable con frecuencia le generó tensiones e incomprensiones, pero decidió que así quería ser y así quería ser conocido.
Un empeño que le granjeó profundas amistades, porque se convertía con frecuencia en la voz de la conciencia de muchos de los que estábamos en su radio de acción, y también desencuentros de quienes no están dispuestos a oír en la voz de otro los errores, los defectos o las injusticias.
Pero como les decía, por encima de cualquier otra cosa Juan Luis fue sin duda un fotógrafo vocacional, un observador impenitente que siempre se movía cargando su cámara, grande o chica, que le permitiera captar una imagen, una situación. Digamos que no quería que un olvido le impidiera captar ese momento que para la mayoría de nosotros puede pasar desapercibido, pero que para un buscador de imágenes es un tesoro, porque lo más posible es que no haya una nueva oportunidad.
Sus últimos trabajos se centraron en recoger instantáneas en los que la gente del pueblo, los ciudadanos anónimos, cuentan historias, trasmiten sentimientos y fabrican las relaciones humanas, las costumbres, las alegrías o las penas.
Ahora se ha ido y nos deja huérfanos de esa mirada sincera, de esa forma de ‘ratratar’ que era, es y será, una alegoría de la vida. Descansa en paz amigo.