Dalías ha dicho adiós a una de sus más célebres embajadoras, Amalia Lirola, que se convirtió durante décadas, con su buen hacer, con su mano sabia para los fogones en un referente de la gastronomía más sencilla, más humilde y más apreciada. Esa tierra del Poniente almeriense, está de luto por la muerte de esta emprendedora fundadora de la Fonda Amalia.
Uno atravesaba hasta hace poco el dintel antiguo de esa fonda alpujarreña y lo primero que percibía era el aroma del perejil y la cabeza blanca de una anciana venerable, con la boca abierta y los pies abrigados bajo una mesa camilla con tapete de ganchillo. A su lado, una montaña de blusas y faldas esperando la tersura del planchado y un sinfonier coronado de marcos con fotos de padres, hijos y nietos, el río de la vida en unos centímetros. Allí,en un sillón de skay estaba cada día, para quien quisiera verla, Amalia, esa maestresala de los sabores honrados, esa madonna italiana de Dalías famosa en el mundo entero, alejada ya de los borbotones de las ollas, pero con la mente intacta de recuerdos.
Uno intuye que Amalia Lirola Rubio, Amalia, la de la Fonda, simbolizaba como nadie eso que se ha dado en llamar la historia silenciada (o silenciosa) de las mujeres. Nació en 1930 en la calle La Iglesia de Dalías y se crió en Las Moriscas, en un cortijo del célebre empresario uvero don Eduardo Martín, del que su padre era medianero. Allí -antes de que supiera que su vida iba a estar entre los pucheros, Amalica aprendió a vendimiar la uva dorada y a hacer capachetas de madera para emporronar la uva con serrín. Su padre, Pepe el Lunaro, le confiaba el cuidado de los marranillos que Amalia sacaba de paseo para que comieran hierba.
Cuando ya se hizo moza, conoció a Antonio Ruiz, un vecino bachiller que al principio ni fú ni fá, hasta que le escribió una carta y a través de las letras se enamoró del autor. Noviaron diez años, “para que no hubiera sorpresas”, y cuando se casaron se fueron a vivir al barrio de Almohara. Antonio trabajaba como ayudante de Los Malenos, tres hermanos que eran los cosarios del pueblo, los que traían de Almería en camionetas todo lo que se necesitaba en Dalias, desde cuadernos hasta botellas de lejía, y lo que llevaban la verdura de la huerta a la corrida de Antonio Góngora.
Algunos días, a la hora del almuerzo, su marido le preguntaba “qué estás aviando Amalia” y le contestaba que guiso de patatas o caldo de fideos con habas y le decía “pues echa también para unos amigos”. Y allí en el comedor se presentaban de pronto tres o cuatro viajantes, que decían que no les gustaba ir a la posada de Evaristo porque olía a mula. Entonces Antonio se enteró de que el médico, don José Fornieles, ponía a la venta un caserón desportillado en el centro del pueblo que era habitado por las mujeres de la uva durante la temporada. Antonio le dijo: “Amalia, tu te atreves a llevar una fonda” y “qué perdemos con probar, Antonio”, le contestó ella. Y de ahí forjó su imperio.
Amalia era una institución en Dalías, casi como el Casino, donde tanto bailó, antes de convertirse en monja de clausura en la cocina. La eterna Amalia, ya no se ponía el mandil, el negocio lo llevaban sus hijos, pero los clientes se sentían más seguros cuando la veían, como al Cid en la batalla, aunque ya no pudiera levantarse de la mecedora.