La taberna de nuestros padres y abuelos

El último bodeguero

José Morata López

  • José Ramón Martínez

El fallecimiento de José Morata López a los 87 años nos embarga de profunda nostalgia por una sociedad que se nos va, aquella Almería de gente sencilla, humilde y trabajadora procedente de los pueblos. Eran los años de la emigración, y del traslado masivo del campo a la ciudad, el fenómeno más revolucionario que se ha dado en la humanidad en el siglo XX. Almería era entonces una ciudad emergente, en plena ebullición, con la llegada de miles de personas. Se había puesto en marcha una generación que se cargaba de hijos y dispuesta a ganarse el futuro. Los niños de la época que jugábamos y estábamos siempre en la calle fuimos testigos del mundo de los adultos que se estaba fraguando a nuestro alrededor. 


La taberna Morata se sitúa justo a la mitad de la calle Granada, con la mirada puesta en la plaza de toros que tanto influjo tuvo en todos nosotros. Más de uno terminó siendo torero y otros, como el que le escribe,  llevando a hombros a Paquirri, en una de sus tardes triunfales. El entorno del Morata era un paisaje de tiendas, oficios y artesanos de todos los tipos, que fueron apareciendo con el crecimiento de la ciudad. En la foto de portada, se puede ver a José Morata, sentado en un taburete hecho a mano por el maestro carpintero Pepe Acosta, que tenía el taller a escasos metros y era uno de los lugares de encuentro y conversación entre vecinos. Otro lugar de tertulia era el local del zapatero Pepe Sierra, conocido como el “bigotes”, el primer comunista que conocí, hombre formal y honesto a pies juntillas. Había también un hombre siempre con él, ya jubilado, militar, que había hecho la guerra en el bando nacional. Lo primero que me dijo hablando de política es que en la trinchera de enfrente, la del otro bando, eran también españoles como él. Unas palabras conciliadoras que siempre recordaré. Ese fue el discurso que se impuso en la Transición, no volver a hacernos daño. 


Un personaje curioso, donde los haya, por sus formas y maneras de enseñar, era el maestro de la Republica Don José el “aceitero” que daba clases particulares, entonces no había colegios públicos. Era un hombre de gran estatura y peso, experto en la pedagogía de la regla, lo que se llevaba en aquellos tiempos, aunque al menos lo hacía con amor.  Sin embargo, el negocio que más clientes concitaba era el estanco, entonces todo el mundo fumaba. No era un lugar para debatir, solo un tránsito permanente de entrada y salida, pero en sus puertas se formaban corrillos y tertulias. Lo regentaba Rafael junto con su mujer y toda su familia numerosa detrás. Otra de las novedades importantes de la época fue el quiosco de prensa. Hoy casi en estampida ante la llegada del mundo digital. El señor Luis y su mujer fueron de los primeros en ponerlo en marcha. A los niños nos dejaba  leer el diario deportivo Dicen en formato tabloide, sin que nos cobrara por ello. 


Y así podríamos seguir con nuestro paseo por los lugares de encuentro de unos y otros, en una época donde se hacía mucha vida en la calle. La escasez de transporte público hizo que florecieran los talleres de bicicletas, pues todos nos desplazábamos en bici. Sin embargo, el negocio que reflejaba hacía donde íbamos fueron las sastrerías. Los sastres se convirtieron en los hombres de moda. Que tu madre te llevara a que te hicieran un pantalón era un acontecimiento que señalaba que uno era ya adulto. Pero en este recorrido por el barrio siempre se terminaba en la bodega, era el lugar donde todos se veían, el punto de paso y encuentro de la gente. La taberna no era sitio para atiborrarse de comer, entonces se comía en casa y eso era sagrado. La taberna era para tomar el aperitivo, un buen vino con fruta era lo corriente en el Morata. Con ese estilo de vida, era normal los pocos gordos que se veían entonces. 


En los últimos años ya jubilado y con el hijo al frente del negocio, José Morata estaba casi de relaciones públicas, hablar con sus clientes y amigos, con una sonrisa que siempre le salía de forma natural. Era un hombre entrañable, un hombre de pueblo, trabajar y trabajar y volcado en su familia. Enfermo y una semana antes de morir, cuando apenas podía mantenerse en pie, lo primero que hacía era preguntarle a su hijo si necesitaba algo. Es el retrato de una generación de padres y madres que levantaron con su esfuerzo y sacrificio este país, y también con buen humor, para hacer de él un lugar más humano y acogedor. Se nos ha ido quizás el último bodeguero, pero su huella y recuerdo ha quedado entre nosotros.