En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. (Jn. 19.25-27).
El predicador Ad Gentes venezolano, Monseñor Roberto Sipols, suele advertir en sus prédicas que el demonio carece de cornamenta y largos dientes, y que ni siquiera huele a azufre; sin embargo, nos previene de que es mucho más peligroso, pues es esa mano invisible que, sutilmente, nos arrastra hacia la oscuridad cuando la vida nos pone a prueba mediante sus continuas desgracias. Es esa voz que te dice que a Dios nada le importas, pues de lo contrario no permitiría la enfermedad de un hijo o la muerte de los seres queridos. Ante esa oscura mano y la tenue voz que nos conduce a la negrura, recomienda Monseñor que no nos dejemos engañar por el enemigo, pues no somos huérfanos, que hay un Padre, «que no estás solo, que hay un mañana pero también un hoy, y que hoy Dios cuida de ti».
El pasado Jueves Santo, catorce de Abril, falleció nuestro padre. Exactamente un año después de que nuestra madre partiera; como si tuvieran una cita, nos dijo un familiar. Al día siguiente, Viernes Santo, tras el responso y entierro, en la soledad de la casa vacía y al oír las todavía lejanas las marchas procesionales, esa negra mano y la voz susurrante se presentaron de repente invitándonos a cerrar puertas y ventanas y caer en la oscuridad.
No fue así. Sin ganas, convocamos a nuestros familiares con la expresa indicación de que vinieran todos los niños, pues los niños son la inocencia y ésta la alegría y, qué duda cabe, pocas veces permitía nuestro padre la tristeza.
Porque este Viernes Santo, con cariño de Padre primero, indulgencia de Madre después y certeza de Vida Eterna por último, los pasos de nuestra Cofradía nos fueron diciendo a cada uno, como hiciera Jesús en el Evangelio de San Juan, que sólo éramos huérfanos de padres terrenales, pero que ahí teníamos a nuestros hermanos, muchos, decenas y decenas, que con cariño procesionaban bajo nuestro balcón. Y de cara a nuestra casa las imágenes, y ante la mirada de hermanos cofrades compasivos, la mano negra y la tenue voz se fueron para siempre.
Por eso queremos deciros por escrito, negro sobre blanco para que no se olvide, que ya no estamos con nuestros padres, pero que tenemos muchos, muchos hermanos, que se ponen nerviosos cada Viernes Santo y a los que, siempre, les gusta vestirse de morao.