Uno lo recuerda siempre subido a una escala en alguna fachada del Malecón, dando manos con una escoba de paja. Allí, desde lo alto, bajo un sol africano, debía ver las traíñas del Muelle y a sus hermanos arreglando trasmallos y palangres en la ensenada garruchera; o también se le recuerda ágil como una liebre, echando tierra roya contra las goteras en algún terrado de la calle Ancha, con los pantalones de mahón arremangados y una gorra de franela por toda defensa.
Siempre andaba con prisa, Antonio López el Tallarín, siempre trajinando por casas y cortijos, blanqueando alcobas de mozas casaderas, pintando arcas con ajuares primorosos en su vientre.
Se le podía ver también por los cortijos, con sus herramientas de encalaor, con su cubo de agua, su saco de cal viva y la escoba para limpiar los goterones. Porque, eso sí, sus trabajos eran limpios como una patena. Por eso era tan disputado entre las amas de casa cuando, por el mes de junio, llegaba la época del blanqueo. Había que pedir número, como en el médico. Fue durante muchos años Antonio, el Messi de la cal y de la brocha gorda.
Se ha ido el Tallarín con 80 años a las espaldas, después de décadas de amagar y amagar el espinazo para hacer la mezcla y enlucir alféizares y paredes, desde el antiguo almacén de Domingo de Haro hasta el Cine Tenis, desde El Martinete hasta los cortijos de La Jara. Nació al tiempo que Alfonso XIII embarcaba rumbo a Roma y España amanecía republicana, aunque el nunca quiso saber nada de política.
Se casó con 29 años ya entrados con Antonia López Alburquerque, una moza de la huerta de Murcia que solía llegarse por Garrucha a visitar a su prima Frasquita, que vivía en el cortijo del tío Juan ‘Porreras’. Allí, detrás del Calvario y de la Tejera, donde medraban higueras y breveras, se conocieron Antonio y Antonia. Era entonces esa finca parte de una Garrucha ya desaparecida, un vergel, con vistas a la Cañá Flores, donde crecía la hierba para los animales de labranza, donde triscaban las gallinas y corrían los conejos.
Por allí, frente a la Cuesta de los Carros, era por donde entraban a Garrucha el recovero con los huevos, el cestero, el lañaor, el colchonero, el lechero. Era, por tanto, una pequeña torre de Babel donde las familias hacían acopio y los ambulantes pregonaban su mercancía.
Como el casado casa quiere, se compraron Antonio y Antonia una vivienda en la calle Joaquín Escobar, que fue de la tía Elena, al lado de la Plaza de Abastos, donde ha vivido este maestro encalaor toda su vida.
De familia palangrera, a Antonio, sin embargo, no le tiraba la mar, se mareaba a bordo cuando iba a por los atunes y su padre Domingo y su madre Antonia decidieron convertirlo en un ‘marinero en tierra’ como Alberti, al contrario que la mayoría de sus hermanos Martín, Pedro, Domingo y Pepe.
Antonio fue siempre tan justo de carnes como de palabras, poco aficionado a bares y verbenas. Sin embargo, a veces uno lo recuerda con restos de cal en el pelo, arrancándose, por sorpresa, con alguna copla de Caracol o de Valderrama, mientras daba lustre, a pesar de su leve tartajeo.
Tenía una apretada clientela, sobre todo de veraneantes, como la soprano María Laca; el coronel Pérez Ugena, en su casa del Hospital; el general José González; Isabel Torres, del Cortijo Suesa, cerca de los Gallardos; Miguel Márquez (Piltrafa); o los Ayas de Lorca. También lo demandaban para blanquear cortijos en Las Alparatas, Alfaix, La Jara o El Real de de Vera.
No entendía de vacaciones, sólo de levantarse al alba, cuando el sol aún no cauterizaba, a blanquear y blanquear con el escobín de paja y a dar brochazos de pintura o de minio a la rejería del malecón, a las típicas ventanas garrucheras de vientre de golondrina, respirando el aroma a salitre del Malecón o la menta de los eucaliptos en la Jara.
Era, como digo, un estoico de la vida, siempre trajinando. Y así se mantuvo hasta que le quedaron fuerzas en su enjuto esqueleto, hasta que los malditos achaques empezaron a pasarle factura a este ‘marinero en tierra’ de la calle Ancha.
Yo lo recuerdo de niño, colgado del cortijo de mis abuelos, en el Corral Hernando, enseñándome a silbar desde las alturas y diciéndome cuando le movía la escala: “Manolico, que no eres bueno, que eres más malo que cagar sangre”. Se fue hace unos días en Garrucha, Antonio ‘el Tallarín, un hombre bueno, que no hizo en la vida otra cosa que trabajar. Eso sí, siempre en tierra firme.