Uno de sus buenos amigos decía el pasado 28 de febrero, en el funeral del periodista Antonio Castañeda Guirado (Almería, 1952), que la vida le había tratado muy mal. Es cierto que lo intentó, asestándole un golpe que podría haber sido mortal antes de cumplir los 40 años: un cáncer que le dejó sin cuerdas vocales, pero nunca sin voz. Y mucho menos sin carisma, sin su poderosa vitalidad, su ironía y sin esa retranca suya tan característica con que se rebeló ante la adversidad en esta vida que soñaba.
Y siempre soñó ser periodista, y lo fue, y muy bueno, por mucho que no encontrara la estabilidad o la clarividencia necesarias para asentarse durante mucho tiempo en una redacción y, en cambio, se embarcase en proyectos a veces sentimentales y a veces quiméricos, muchas veces movido por su afán de ayudar a amigos y seres queridos, y otras porque en el fondo seguía siendo aquel niño pequeño para quien la diversión era todo, que dejaba ya su impronta cuando pateaba aquellas viejas pelotas de trapo en los años 60 en el barrio de la Plaza de Toros, donde entabló amistades y hermandades que le acompañaron para siempre.
Niños menores que él, como Paco Vega, quedaban fascinados por su carisma cuando a los 15 años les relataba hazañas y batallas de la Segunda Guerra Mundial, que adornaba con un discurso novelesco e intrigante. Su amor a los libros y su activismo político sembraron en él la semilla de un periodismo que entonces tenía que ser inevitablemente revolucionario y de lucha por la recuperación de la libertad perdida durante la dictadura franquista. Una inquietud que caló hondo en aquella generación de rojos irreductibles de su barrio, de la que marcharon a las facultades de Periodismo de Madrid y Barcelona, además del propio Castañeda, futuros grandes profesionales del periodismo nacional, como Juan Tortosa, Miguel Ángel Urquiza o Carlos Santos entre otros.
A primeros de los años 70 hizo la maleta rumbo a Madrid, aunque la mili destrozó sus planes y se vio obligado a reanudarla en la Universidad Autónoma de Barcelona años después, todavía antes del último viaje de Franco.
Grupo Zeta
Tras la muerte del ‘caudillo’ regresó a Madrid para colaborar en revistas de la sección más irreverente y erótico-festiva del Grupo Zeta, como la entonces popular Lib. Era la inolvidable época de la movida, pero sobre todo un tiempo en el que en determinados círculos, entre ellos especialmente el de los medios de comunicación, se vivía un clima de permanente explosión de libertad recobrada, que mantenía a los periodistas, entre ellos a Castañeda, las 24 horas en la calle. Antonio, como la mayoría, no recordaba un solo día que tras la jornada laboral se dirigiese directamente a su casa a descansar.
Él siempre reconoció con franqueza que tenía un problema: le gustaba “el vino español y el extranjero”, como decía con su sonrisa irónica antes de pedir una tapa “de jamón mismo”. Su amigo y colega Miguel Ángel Urquiza, quien formó pareja profesional con él en su etapa madrileña, entre los años 1979 y 1981, reconoce que el frenético ritmo de vida de entonces ha envuelto sus recuerdos en una especie de “nebulosa”, en la que como punto de unión con Antonio señala el bar de Martínez el Facha, que tenía una cerveza buenísima. “Yo hacía pecar a Antonio”, dice Miguel, aunque quien conocía bien a Castañeda podría precisar que para esas tareas no necesitaba ninguna ayuda.
Lo atestigua su entonces jefe, Juan Tortosa, que dirigía esas publicaciones más atrevidas de Zeta, y quien le define como “un tío con carisma, gracioso, de conversación amena, que destacaba por su desenfado, su complicidad, su punto irónico y, por supuesto, por agotar las existencias de los bares por donde pasaban” (junto a sus compañeros de trabajo). Y sobre todo, agrega, porque sabía disfrutar como nadie de la vida.
De aquel tiempo, Argantonio de Tartessos, seudónimo que utilizaba en esas publicaciones, guardaba especial buen recuerdo de aquella entrevista a Miguel Ríos por la presentación de un disco que se prolongó con copas durante horas en el bar de abajo. En otra juerga memorable relataba cómo un buen día despertó en un tren en la estación de una ciudad del norte de España con un chucho que había comprado o recogido en alguna calle de Madrid.
En El Avión
Cuando llegó a la capital de España, en septiembre de 1979, Castañeda se dirigió a la casa de Carlos Santos y le pidió como favor alojarse en ella un par de días, mientras buscaba un alquiler, pero permaneció allí hasta marzo de 1980. Pese a vivir juntos, teóricamente, Santos no recuerda haberle visto un solo día en su casa, aunque sí en el bar El Avión, un local mítico de la calle Hermosilla del barrio de Salamanca donde, como él dice, empezó la libertad. “Antonio era un tío con muchísima curiosidad y energía, aunque luego nos perdimos la pista”, apunta.
A su vuelta a Almería, todavía en los 80, Antonio Castañeda, quizás en un intento de continuar aquella desenfrenada vida madrileña, fundó la bodega El Zaguán en la calle San Leonardo. Aunque tuvo potencial para convertirse en un negocio próspero, cuando hablaba de él también era franco: “Me lo bebí”, reconocía sin ambages. Después de traspasarla, puso en marcha su primera librería de ocasión, Tartessos, en la calle Antonio Ledesma, que se convirtió también en un punto de encuentro con amigos. Luego trasladaría la librería a una travesía de la calle Murcia.
Entre tanto, ese niño pequeño que tenía dentro seguía llevándole a embarcarse en aventuras editoriales como Almeriocio, junto a su gran amigo Íñigo Mas, también recientemente fallecido. Antes había sido igualmente socio fundador de la revista Naif, impulsada por Miguel Ángel Urquiza y que murió tras solo cuatro números, cuando los inversores cayeron en la cuenta de que sus redactores no eran sino un puñado de rojos revolucionarios. A mediados de los 90 volvió a acometer la locura de fundar otra guía del ocio, Tiempo Libre, y tras su cierre insistió con la vuelta de Almeriocio junto a Enrique Ojeda, su primo segundo, pero sobre todo su entrañable ‘hermanísimo’, con quien siempre mantuvo una muy cariñosa relación, como también sucedió con su prima Pilar. “Fue un ejemplo para mí, un espejo en el que mirarme, hasta el punto de que de niño quería ser periodista como mi primo Antonio”, dice Enrique.
Desde 1988 a 1994, Castañeda trabajó como periodista deportivo en el diario La Crónica, dirigido por el ínclito Joaquín Abad, en la que fue su más estable y duradera etapa profesional, a pesar de que se vio truncada temporalmente por el cáncer. Su entonces redactora jefe, María del Mar Zobaran, le recuerda siempre de buen humor, con una sonrisa en la boca, como un buen compañero y como una persona muy positiva, hasta el punto de que cuando iban a visitarle al hospital tras su operación, era él quien animaba a sus compañeros.
Hijo único
Aunque era hijo único de Antonio Castañeda, pintor de profesión, y de Isabel Guirado Ojeda, pocos podían presumir de contar con la infinidad de hermanos de corazón que atesoró a lo largo de su vida, y aunque tampoco tuvo descendencia, que sus conocidos sepan, su espíritu protector le llevó a acoger bajo su ala a quien lo necesitaba. “Antonio fue mi segundo padre”, reconocía con emoción Juan Núñez, propietario del bar La Mar Chica, en la calle Amapola, donde mantuvo su última librería, Reciclaje.
A pesar de sus reveses empresariales, antes también había montado durante varios años una gran librería de ocasión y cómic en la calle Terriza junto a su primo Enrique, que tampoco fructificó como merecían. Finalmente, se refugió en el pequeño negocio de Amapola, donde también seguía publicando ‘online’ Almeriocio, al tiempo que ideaba con otro de sus inseparables hermanos, Jorge Salvador, y algunos amigos, una peña cultural que tuvo como sede, como no podía ser de otra forma, un bar de la calle Huérfanas. La temprana muerte de Jorge en 2010 dio al traste con esta postrera iniciativa.
Su vida ha sido, en fin, la aventura de un rojo y un ateo, de un caballero y un vividor, de un señor sin señora, de un seductor que siempre supo elegir a la mujer que después debía elegirle a él para compartir su presente. Como Visi, la enorme luchadora y alma gemela con quien convivió en sus últimos años, que le dio, además de amor, la tranquilidad y el sosiego que necesitaba. Y que en su funeral nos hizo vibrar en la iglesia haciendo sonar uno de sus himnos, las cuatro rosas de Gabinete Caligari. Todos sentimos entonces cómo Antonio Castañeda se levantaba, se apoyaba en la barra del bar y apuraba, canturreando, la penúltima copa. Brindamos por ti, hermano.