Lo echo de menos cada jueves y cada viernes cuando entro en la Iglesia de San Ildefonso para la Misa de las 7. Yo que iba con mi hija María a rezar y pasaba de largo hacia el centro para dar una vuelta, fui ‘fichado’ por don Antonio cuando un día me paró y me preguntó: “¿Por qué no te quedas a la Misa?”. Y hasta el día de hoy. A veces el cura de Los Ángeles me pregunta lo mismo porque soy de ese barrio pero por don Antonio: San Ildefonso.
Voy dos veces a Misa, los jueves por mi padre y los viernes por mi suegro y mi familia de Motril. Ellos ya no están. Yo, por los míos rezo todos los días y lo sabe don Antonio. Porque él sabe todo de mi vida después de media hora de confesión en su despacho cuando le advertí que tenía pecados gordos. Pero eso lo vemos luego.
Lo más importante de todo es que don Antonio una vez ganado para la Iglesia, me marcaba al hombre como en el fútbol y me decía lo mismo que a sus ‘beatas’, esto con todo mi cariño. Aquello de: “hay que confesarse más”. Me daba miedo pero él sabía que al final pasaría por su despacho.
Misa
Hoy me siento muy afortunado de ir a Misa porque don Antonio me llena de paz y me rescata del estrés diario. Tengo dos vidas y dos velocidades. En el trabajo como los argentinos ‘a ful’ y las tardes de los jueves y los viernes oración. Paz.
Somos afortunados en San Ildefonso por tener en don Ramón Garrido a un sacerdote sobresaliente que hace las misas como a mí me gustan. De media hora. Como Dios manda. Y ha sabido seguir la estela de su antecesor al que siempre citaba y pedía en ese ‘ruega por nosotros’ imprescindible. La Misa de don Antonio era reivindicativa y dejaba mensaje. Salías del templo sabiendo que no lo estábamos haciendo bien. Este hombre era un santo porque en la homilía hablaba de nuestras cosas, de nuestras vidas y de nuestros pecados.
Cuando te daba la Comunión te miraba a la cara (como también lo hace don Ramón) y te transmitía la paz del señor. Teníamos buena relación y solo faltaba pasar por el confesionario y no paró hasta conseguirlo a la tercera o a la cuarta. Ya le advertí que desde que me casé en 1983, que lo hizo don Eduardo en la Iglesia de San Pedro, no me había confesado. Una tarde me dio un ultimátum y me dijo: “Vente mañana media hora antes de la Misa”.
Confesión
Allí me planté con los nervios de una selectividad y me abrió su despacho primero y su corazón después. Estábamos en la pandemia y me dijo: “Quítate la mascarilla que te vea bien la cara”. Empezamos la confesión y me dejó hablar y hablar. Me escuchaba como nadie antes lo había hecho y me interrumpía para tranquilizarme. Dicho todo, se dio cuenta que el que se sentaba al lado de Pedro el electricista, yo, no era tan buena persona y tenía sus fallos y sus pecados gordos.
Solo me mandó un Padre Nuestro y lejos de recriminar todas mis faltas me puso la mano en el hombro y me dijo con infinito cariño: “Lo tuyo son más errores que pecados”. Y quedamos para otra vez, pero me hice el loco. La primera y la última con don Antonio. Él, como Dios, no vino para curar a sanos y sí a pecadores.