El hombre de los aviones

José Lorente Hernández (1930-2011)

  • La Voz
José Lorente Hernández necesitaba utilizar sus manos para sentirse vivo, porque no podía estar parado, requería actividad, creación continua. Era un claro ejemplo de hombre habilidoso, capaz de hacer bien todo lo que se proponía. No era albañil pero él mismo levantó la casa donde vivía. No era carpintero pero trabajaba la madera con destreza y en sus ratos libres construía relojes artesanos con pinzas de la ropa. No era escultor pero ayudó a restaurar las imágenes de la Catedral de Guadix, destrozadas durante los años de la guerra civil. No era ingeniero aeronáutico ni mecánico, pero fabricaba aviones de aluminio con rodamientos de lavadoras a imitación de los cazas alemanes que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Tenía toda la terraza llena de pequeños aviones, obras maestras que sus manos inventaban con cuatro cacharros, hermosos aparatos a los que sólo les faltaba volar. José Lorente no era almeriense, pero como si lo fuera porque llevaba más de cuarenta años en esta tierra. Llegó para trabajar de alfarero en ‘Cerámica Eduardo’, una fábrica de tejas y ladrillos que estaba en la Cuesta de los Callejones. Después se marchó a Alhabia para formar parte de la plantilla de la fábrica de cerámicas de Juan Castellón. El barro siempre fue su vocación, desde que en la infancia se pasaba las horas muertas viendo modelar al maestro José Antonio Ortiz. Le gustaba fijarse en las manos del artista, cómo se movían con paciencia insinuando curvas para darle forma al barro. José Lorente mantenía un taller de manualidades en el ático de su casa. Era una habitación con sabor a buhardilla donde reposaban las herramientas de una larga vida de trabajo. Allí se refugió en los últimos años de su vida, cuando tocado por la enfermedad olvidaba las penas dándole rienda suelta a la eterna habilidad de sus manos.