Cuando hace diez días me llamaron Arturo Rubí y Paco Martínez para comunicarme la muy triste noticia de la muerte de Juan Manuel de Oña Navarro, no pude reaccionar de inmediato para escribir el obituario que intento componer ahora. Y es que Juan Oña, con el que conviví la infancia y la juventud, era de esos amigos a los que el destino nos había separado pero que no obstante conservábamos aquel lazo entrañable que nos dio la cercanía y los muchos años compartidos en el mismo curso del colegio La Salle. Juan y yo nos conocíamos desde chicos jugando en su casa de la calle Aguilar de Campo y luego en Concepción Arenal, en la mía de la Puerta de Purchena, en la glorieta de San Pedro o en el Parque. Íbamos juntos al colegio después de encontrarnos a Tatá (Baltasar González Díaz) y a Paquito Medina en la esquina del mercado para entretenernos a la vuelta en coger hojas de morera desde el pretil de la pasarela que conducía al cole. Y no sólo en Almería. Luego seguiríamos juntos en Granada en cuyo Colegio Mayor Isabel la Católica coincidimos también Juan Manuel y yo.
Años más tarde, ya como miembro de la carrera fiscal, él venía casi tan poco como yo por Almería, pese a lo cual nos veíamos al menos en la cita anual que a los compañeros de la promoción de La Salle nos preparaba en el Club de Mar Nicolás Puertas, coronel de Infantería y alma de aquellas reuniones que empezaron con 45 ex alumnos y apenas alcanza ya la veintena en las últimas convocatorias. Comidas nostálgicas en las que veíamos cómo, a los sones de las canciones más recordadas de aquellos años cincuenta y sesenta, iba dejando su huella en nosotros y blanqueando las sienes conforme pasaba el tiempo. Nunca faltó a esta cita colegial Juan Manuel de Oña pese a sus destinos y ocupaciones en Asturias y en Cádiz para recalar a finales de los ochenta en la Audiencia provincial de Almería donde alcanzó la jefatura de la Fiscalía. Su currículo y su prestigio quedaron colmados cuando fue nombrado en Madrid Fiscal de Sala del Tribunal Supremo, el más alto destino de la carrera, a cuyo término volvió a nuestra ciudad –la ciudad de sus amores- donde hace un par de semanas murió rodeado de su familia. Estaba en posesión de la Cruz de San Raimundo de Peñafort, de la del Mérito Policial y de la Medalla de Oro de la Provincia de Almería. Y había sido profesor en la UNED y de Derecho Penal en nuestra Universidad, además de miembro de número de la Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada. Durante buena parte de su carrera perteneció al Consejo Fiscal.
No sé si la gente tiene una opinión equivocada de la figura del Fiscal, pero a veces se le representa como acusador permanente del justiciable, lo que siendo cierto no deja de ser una caricatura desmentida por personalidades como la de Juan Oña. Un profesional de la Judicatura profundamente humano y concienciado de que su papel como defensor de la Legalidad era compatible con el sentido de la equidad y de la comprensión de tantos matices como generalmente acompañan a la letra de los sumarios. Su trato cercano y su disposición siempre al diálogo escanciado con buen humor formaban parte del ADN de su personalidad. De casta le viene al galgo. Su padre, don Juan de Oña Iribarne, que le precedió como Fiscal Jefe en Almería durante muchos años, era asimismo persona de grandes cualidades humanas.
Los compañeros de La Salle que quedamos de aquel numeroso grupo del mismo curso escolar vamos a ofrecer una misa por el eterno descanso de su alma este miércoles, 12 de junio, a las 12.00 del mediodía, en la Catedral, oficiada por el P. Fernando Peña.