Un tal Sancho replicaba a su señor que “el poeta puede contar o cantar las cosas no como fueron, sino como debían ser”. Manolo Contreras tan cervantino él seguramente estará ahora seduciendo, sin aspavientos, a la concurrencia, permítanme la expresión, celestial, con esa manera suya de entender y hacer entender la vida. Fiel a su voluntad de sentir este mundo más habitable y mejor, fue siempre, aunque no ejerciera como tal, también poeta. Su pasión por la letra impresa era muestra de una delicadeza que solo algunos perciben en las palabras. Profesor de Lengua y literatura, la enseñanza le ocupó y preocupó toda su vida, sabía la importancia que esta tiene para llegar a transformar la sociedad, conocedor de los postulados que van más allá del marxismo.
El pasado viernes, un día extremadamente cálido, para un mes de octubre, incluso en el sur, con serenidad machadiana, nos dejó solos, definitivamente. Fue Manolo un cultivador de la amistad, ese lugar proclive a los encuentros y desencuentros y a la vez tan necesario para entender cómo somos. Cuando uno no acertaba a dar siquiera unos pasos él señalaba el camino. Compartir, celebrar, eran las formas más directas de mostrarse a los demás. La música aderezaba las veladas en su casa abierta a las celebraciones, y donde nunca sospechamos que la muerte llamaría tan pronto.
Hubiera él seguido con su afición junto a los cantores del Coro de Cámara Emilio Carrión, porque lo culto podía convivir con otras maneras de entender la cultura. Su afición al flamenco deja huella en mi memoria, voces, acordes, que al oírlos sonarán dentro de mí a través suyo. Lecturas de poemas, viajes compartidos en busca de una biblioteca pérdida en el confín del mundo. Y siempre agradecido con el sueño que nos permite ser mejores. Manolo sentía esa contagiosa debilidad por el arte. Sus amigos artistas hoy sienten más viva su presencia, porque nadie muere si se le recuerda.
Fuimos ingenuamente felices sin darnos cuenta de que las hojas enferman y los árboles se debilitan, pero la tierra agradecida ofrece otros frutos: sus hijos Marino, Alonso, Clara y Álvaro, y sus tres nietos. Cuántas veces fui a su lado por esas veredas de Sierra de Filabres bajo los pinos acariciando la tierra húmeda, la lluvia caía sobre los hongos escondidos. Una afición que recordaba de sus años vividos en Andorra. Era accitano y en su añorada Guadix recuperó una antigua casa cueva, lugar de encuentro de amigos, y llena de recuerdos.
Y sobre todo su querida Granada, devoto de su belleza y de su tradición universitaria. En ella fraguó su compromiso social, los pilares de un imaginario más justo y humano. Almería ha sido para Manolo y Loli, su mujer, un lugar de vida, dedicado sin otro afán que defender desde su pequeño entorno esos valores por los que vale la pena vivir una vida como la suya. Hasta pronto, amigo.