¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto Emilio el relojero! La exclamación que discurre desde ayer por Suflí y por los pueblos más cercanos, no tiene nada que ver con la simple condolencia o con el recuento de otro fallecimiento. Esta muerte es distinta. Su luto es monumental. Los vecinos de Suflí o los de Sierro lo saben bien. Lo saben porque Emilio Sánchez González, Emilio el relojero, no era una persona más a la que se le brindara un saludo cordial y algo de afecto. Emilio tenía permiso para entrar. Permiso para quedarse hasta última hora. Su vida formaba parte de la vida de todos los que le conocían porque él sabía cosas que no sabían los demás y siempre tuvo el afán de enseñarlas. ¡Se ha muerto! ¡Se ha muerto Emilio el relojero! Ya no volverán las noches de insomnio y laúd en Sierro, ni las serenatas hasta el alba en las fiestas de San Roque de Suflí, ni las clases de bandurria donde los niños más despiertos aprendían a trinar. Ya no habrá quien corrija la velocidad del áncora, ni quien mida el diámetro, ni quien cuente los dientes, ni quien dé cuerda para que suene el escape y la campana del reloj. Dice un dicho africano del pueblo Dagara que cuando un anciano fallece es como si una biblioteca entera se quemara. Pues ayer ardió gran parte de la sabiduría de nuestra tierra. Y con el mismo fuego se evaporó también su mirada de niño brillante y su curiosidad insondable y su generosidad y su voz tempestuosa y fascinante. Emilio era así. Era así hasta ayer o antes de ayer, porque nadie sabe bien el tiempo que transcurrió desde que cerró la puerta de su casa hasta que el frío de la noche y la oscuridad y la soledad que no podemos imaginar y el desaliento y la tristeza, abrieron las de su universo. Descanse en paz Emilio Sánchez González, el relojero de Suflí. Descanse en paz en su universo, donde el tiempo ya no será tiempo y las campanadas tendrán la lentitud de un sueño y donde ya nadie se despedirá de nadie. Mis más sinceras condolencias a su familia y amigos.