Catalina Díaz, una mujer humilde y sencilla, a la que no olvidaremos

Juan Grima Cervantes

Catalina Díaz Díaz

  • La Voz
El pasado viernes (24 de febrero) falleció Catalina Díaz Díaz, después de un paro multiorgánico, provocado por una trombosis cerebral. Sin duda ese día se fue de este mundo una de las personas más maravillosas que he conocido, una mujer que, a pesar del sufrimiento de toda una vida, derrochaba siempre alegría, vitalidad y paz. Catalina ‘la Mojaquera’ o Catalina ‘la de Mícar’, nombre por el que indistintamente la conocíamos, había nacido en Carboneras en plena Guerra Civil (1938). Parece que sus padres tuvieron otro hijo y dos hijas (en total eran cuatro hermanos), pero todos los datos de su infancia estaban muy inconexos. Ella no recordaba a su padre (ni sabía lo que pudo ocurrirle) y muy pronto perdió a su madre (que había sido sirvienta y madre soltera), de la que apenas tenía memoria. Aquella posguerra terrible la dejó sin padres. Ella y sus hermanos fueron repartidos entre familias a las que no les importó alimentar otra u otras bocas, antes de permitir que estos niños desamparados ingresaran en un orfanato (un gran gesto de solidaridad). Y así llegó con cuatro años, acompañada de su hermano Martín, aún más pequeño, a la cortijada de La Adelfa, en Sierra Cabrera (Turre), donde el tío Pedro Zamora García y su esposa, que tenían un buen puñado de hijos (siete), los acogieron y los trataron como si lo fueran de su propia descendencia. Desde entonces su vida cambió, a pesar de las miserias de la época. Eran años muy malos. Catalina tuvo que trabajar -como todos los Zamoras- en el campo, haciendo la siega, la trilla, pastoreando las cabras, llevando agua al cortijo para los animales, lavando en la fuente, etc . Pero allí fue muy feliz, disfrutando de aquella vida aldeana, sintiéndose muy querida. Aprendió a leer y a escribir gracias a las enseñanzas de Juan Vergel, un maqui que andaba oculto en las cuevas, que en 1954 sería detenido por la Guardia Civil, pero que hasta entonces enseñó a un enjambre de niños de aquellas cortijadas los rudimentos básicos de la enseñanza, en una época en que buena parte de la población era analfabeta. Siendo ya adolescente Catalina se enamoró de Manuel Zamora, un hijo del tío Pedro, y fue un amor mutuo, enorme, sencillo, amor donde los hubiera (se me saltan las lágrimas recordando ahora a Catalina, cuando me contaba hermosas historias de estos años idílicos en Sierra Cabrera). Se casaron Manuel y Catalina, y pronto nació Pedro, el único hijo habido en el matrimonio. En el entretanto, Manuel emigró al extranjero (Francia) para ganar unos pocos duros, y convertirse en un buen albañil. Pensando en darle estudios al hijo, se dejaron el cortijo de la Adelfa y se instalaron primero en el paraje de Las Conejeras y luego en Mícar, una aldea preciosa a medio camino en la carretera de Mojácar a Turre, donde invirtieron sus ahorros y empezaron a construirse una casa. Fue entonces, a finales de los años setenta, cuando yo conocí a Catalina, a raíz de empezar a trabajar en el Hostal Grice, de Turre, propiedad de mis padres. Y allí fue para todos nosotros como una segunda madre más. Se hizo querer por su alma inquieta, su altruismo, su generosidad, su sentido de la equidad, su personalidad sencilla pero de una gran seducción para nosotros. Catalina era un ser adorable, cuya energía te llegaba al alma. Nunca la vimos molesta, ofendida, ni alterada. Y me ayudó mucho en la investigación para rescatar a viejos trovadores y tradiciones de Sierra Cabrera, de las que ella había sido testigo, y que luego dejé impresas en un libro (mis ojos no pueden evitar humedecerse, recordándola). Fue entonces cuando Manuel, el hombre de su vida, empezó a tener problemas con el corazón, y en 1987 ó 1988 murió. ¡Qué tristeza verla de luto! Cuánto dolor y cuánta pena! Lo que más quería en el mundo se había ido. Sin embargo, siguió adelante, luchando por sacar adelante a los suyos. Su hijo Pedro se casó por entonces con una joven garruchera, y pronto vinieron los nietos: Manuel y Pedro Javier. Acabaron la casa y durante unos años ella y su nuera estuvieron al frente de la cocina en la guardería municipal de Mojácar. Fue también una etapa muy fructífera: viendo crecer a sus nietos (que se hacían universitarios y con carreras), viendo forjada a su familia, sintiéndose reconocida en su trabajo por tantos padres. Aunque los políticos sin alma de los pueblos, sin ninguna explicación, le hicieron la cama y la despojaron de su puesto de cocinera para dárselo a otra. ¡Maldita política! A los 74 años nos has dejado. A despedirte acudió toda la comarca: Mojácar, Turre, Carboneras y Garrucha te has llorado. Los tuyos y los que te conocimos te llevamos en el corazón. Nunca te olvidaremos.