Sus ojos vieron pasar casi todo el siglo XX, avecindado en la playa de Garrucha. Ojos que observaban cada tarde la llegada de los barcos al muelle, ojos miopes, gastados por el tiempo, que ayer de madrugada se cerraron para siempre. Se ha ido Antonio López Rosa ‘El Sereno’, memoria viva de esa rada -garruchero de ayer, de hoy y de siempre- cuando encaraba casi el siglo de vida. Nos ha dejado uno de los hombres que más sabía de la Garrucha de antaño: un proverbio africano dice que cuando un anciano muere es como si ardiera una biblioteca. Eso era la cabeza de Antonio el Sereno, una estantería llena con todos los recuerdos de la Garrucha de su tiempo. Nació a Levante, en una calle cercana al Hospital y a las Casas Rotas en 1919, hijo de Melchor ‘el Agujero’ y María ‘la partera’ y mantenía frescos los recuerdos de cuando era un niño; de cuando entró a trabajar como aprendiz del telegrafista Mateo Salas; de cuando tuvo que presenciar los naufragios cuando no había puerto, los fuertes temporales como el del Chocholita del 27, que dejó anegado el antiguo Malecón, llamado entonces Paseo de Cánovas, y mucho miedo en las mujeres de los marineros al caer la tarde y no ver de vuelta los laudes de sus hombres. Creció en una familia de cuatro hermanos con las necesidades de la época, comiendo gachas y caldo pescado, lavándose en tinas de agua de la fuente, durmiendo en colchones amenazados por las chinches. Después llegó la Guerra y le pilló la Quinta del Biberón. Fue movilizado al Frente de Granada en marzo de 1938 hasta que terminó la Guerra. Allí, cerca del Molinillo y La Vaguada, tuvo que hacer de escucha, trinchera frente a trinchera, pidiendo el santo y seña.
Cuando cesó la metralla, volvió a su pueblo y al poco tiempo se casó con María Galindo Rodríguez, hija del tío Luis ‘el Pollo’. En 1955 se convirtió en guardia municipal y sereno. Eran tiempos en los que escaseaban los relojes y se hacía necesaria la figura del guardián nocturno. Despertaba diariamente a 150 hombre de la mar y a los transeúntes que se alojaban en las fondas de Las Posaderas y La Campana. Con su reloj Dogmani, su bigotillo de Errol Flyn, su traje gris y su gorra de plato, encendía a las cinco de la mañana los 19 interruptores del pueblo y se pateaba Garrucha puerta a puerta, sin apenas luz, caminando a veces entre calles embarradas, desde la Venta de La Gurulla hasta la taberna de Diego de Haro. Lo recuerdo, ya veterano, saliendo del Hogar de Miguel y requisándonos los balones con los que jugábamos en la plaza de la ermita, que escondía en el calabozo del Ayuntamiento; lo recuerdo en el Vista Alegre viendo a su Peña Deportiva, apoyado en un eucalipto frente a la portería buena, recordando los partidos del Martinete, contándonos las gestas de Miguelón y el gran Berruezo. Lo ví la última vez el pasado verano, en casa de su hijo Melchor, flojo de piernas, apenas salía, pero conservando aún su lucidez, toda su memoria de elefante, la memoria de un garruchero de pro.