María García Valero
- La Voz
Ha dejado Garrucha, su pueblo, casi sin enterarse, con 90 años cumplidos. María García Valero ‘María la Cuesta’, era un cascabelillo, la alegría de su barrio, de su casa, junto a la calle Chumbo. Era difícil verla preocupada, su estado natural era el de la alegría perpetua, el de la sonrisa a flor de piel.
Era una experta en hacer gurullos con las manos, que repartía entre sus vecinos y le gustaba, casi como el comer, recitar versos de su paisano, Antonio Cano Cervantes, el poeta ciego. Yo la he visto coger el librito y empezar a leer el poema del ‘Caldo Pimentón’, el de la ‘emigración’, el del hijo que lleva al padre al asilo, y así se le pasaban las horas. A veces leyó esta poesía costumbrista, nacida de un vate invidente, en el Cine Español, en algunas de las actividades culturales que se organizaban por Navidad.
Nadie la conocía como María García, ella era María ‘la Cuesta’ porque allí nació sietemesina en 1921 y allí se crió cogiendo jínjoles y dátiles maduros de las palmeras; en la calle que sube de La Jara, donde estaba el fielato para los vendedores y cosarios que entraban a Garrucha en caballería por el Camino Viejo de Vera. Allí descubrió -primero como una intuición infantil, después como una certeza- que la vida era eso: el trato amable, servicial, con la gente que te rodea, con la que te ha tocado compartir este valle de lágrimas. María se acordaba de memoria de todos los carreteros que se paraban a pagar los arbitrios, los recoveros, los lecheros, los lañaores, los vendedores de frutas y hortalizas que venían al mercado de Garrucha muchos días de la semana.
Era esa garrucha rural que ella conoció junto al cortijo del tío Juan Porreras, junto a la tejera del tío Diego donde se hacían cántaros y lebrillos de barro en el horno de leña, junto a las cimbras de los gitanos, junto a la gran chimenea de San Jacinto, centinela perpetuo sobre el monte Calvario. Su padre era Rodrigo el Alforo, un aparcero del cortijo y las tierras de Pérez Ugena, que entre siembra y siega, se iba una temporada a la vendimia de Mendoza, en la Argentina. Allí se crió María, aprendiendo a leer y a escribir poco antes de la guerra en la escuela de las monjas, con Sor Patrocinio.
Después, ya moza, se casó, siendo párroco don Santiago, con José Caparrós, un fino palangrero que andaba siempre alistando las jarcias para atunes y marrajos en el anchurón del puerto, a bordo del ‘Mariana’. Cambió de barrio, pero su regocijo siempre era el mismo. Se la veía en fotos antiguas paseando por el Malecón, por la calle Mayor, con sus amigas, con aquellos vestiditos de encaje y mirñaques de la postguerra; o en la feria de Turre, convidando a helados o a Mirinda a sus sobrinos.
Tenía una voz cantarina, animosa, siempre dispuesta a todo, aunque en sus últimos años ya se le notaban los achaques. Se ha ido hace unos días, como sin darse cuenta, como sin importunar, a los pies del Barrio Pimentón, una garruchera ejemplar, un cascabelillo risueño que hacía más agradable la vida a sus vecinos. Descanse en paz, María ‘la Cuesta’.
Era un genio alegre, solía recitar los versos del poeta ciego y se convirtió en una experta en hacer gurullos para sus vecinos
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