Treinta años sin mi padre, sin Jaime el del bar, el del ‘Museo de las tapas’ de Cuevas del Almanzora. Como hijo podría decir muchas cosas, y buenas, de mi padre, como lo haría cualquier hijo, pero yo quiero que fluya en mi mente todo eso que las mismas gentes del pueblo habían manifestado alguna vez sobre él, y plasmar también esos recuerdos que han quedado indelebles en nuestra memoria.
Yo no conocí aquellos tiempos en que mi padre ejercía de camarero en la calle del Pilar, frente a la botica de Emilio Sánchez, pero sí pude observar los seis últimos años del bar en esa calle, una vez que ya lo había adquirido mi padre en propiedad, con su esfuerzo y con un poco de suerte de un pellizco de la lotería de aquellos tiempos. No se puede olvidar el aroma a gamba de Garrucha que invadía toda la puerta de la iglesia y la calle del Pilar, esa era la tapa característica y más emblemática del bar de Jaime. A por ella acudían prestos jóvenes y menos jóvenes, a devorar lebrillos enteros de esa gamba roja o de camarón, que por entonces salía a 30 de las antiguas pesetas el kilogramo. Junto a ese manjar del Mediterráneo estaban las manos de mi abuela María, la ‘yaya’, ¡qué tapas hacía!, eso decía la gente.
Tras dejar la calle del Pilar, donde quedó la gran huella del nacimiento, en la misma casa, de mi hermana Marisú y el mío, nos trasladamos a las afueras del pueblo en aquella época, la Cruz Grande o calle de Las Lisas. Decían que estaba loco mi padre, irse a ese sitio, pero luego fue el gran corazón de la localidad y centro neurálgico de la misma. Allí seguía ese auténtico ‘Museo de las tapas’ donde el día más emblemático era el Viernes Santo, no dábamos abasto con las gambas, los calamares o las tapas de la ‘yaya’. En esa Cruz Grande vino (también en el domicilio familiar, qué lejos estaban entonces los hospitales), la última flor del rosal de nuestros queridos padres, mi hermana Paqui, la ‘Peque’. Sólo pudo gozar, y por muy poco tiempo, de una nieta, Maise. Qué hubiésemos dado porque hubiera conocido a Ana Gemma, Gezabel o Alba, hubiese estado muy orgulloso de todas ellas.
¡Quién le iba a decir a mi madre, la Juaquinita para las buenas gentes de Cuevas, que iba a vivir treinta años más después de la muerte de mi padre, un 25 de mayo de 1982, pero ahí está dándonos todavía mucha alegría a la familia, que Dios nos la conserve muchos años.
De nuestro querido padre siempre se decía que era un hombre serio, profesional, muy formal y servicial, dispuesto siempre a ayudar a mucha gente. Yo no le voy a enmendar la plana a lo que le he oído decir a mi pueblo tantas veces. Madridista donde los hubiera, aunque siempre respetaba a todo el mundo, no tuvo reparo en poner en el bar un cojín del Barça que le había regalado un amigo. Lo más grande que yo puedo decir de mi padre es que me encantaría poder ser como él, pero eso es algo que es muy difícil de conseguir. Ha sido un modelo de muchísimas virtudes, un espejo donde me gusta mirarme cada día para aprender todavía muchas cosas de él. Su enfermedad a los 60 años le impidió poder gozar de muchas cosas en la vida y de muchos momentos familiares, pero desde ese cielo, donde te encuentras, haz que nosotros sí sepamos sacarle todo lo mejor a la vida, aprendiendo a vivirla cada día.