Un hombre bueno

Ana M. García Campaña

Ángel García Carreño

  • La Voz
Ángel, mi padre, nos dejó el 6 de julio de este año. No quisiera haberme propuesto escribir algo sobre él en esta circunstancia. Nunca uno quiere asumir que los padres un día se marchan, aunque sean mayores. Siempre hacen falta y la ausencia es desoladora. Ángel, además de ser un padre excepcional, fue una excelente persona y seguro que muchos de los que le conocieron coinciden conmigo. Almeriense de pro, nacido en la misma calle Mariana, en una casa con balcones en la Plaza Vieja y frente al Ayuntamiento de nuestra ciudad, le tocaron vivir años difíciles en su infancia, y desde muy pequeño supo del sacrificio y la lucha de sus padres por hacerle feliz aunque las consecuencias de la posguerra golpearan duramente a su familia, como a tantas otras. Sin embargo, su vitalidad y fortaleza hicieron de él un luchador, una persona positiva que intentó compensar a sus padres del dolor con su cariño y dedicación, sobre todo en los años finales. Desarrolló su vida laboral en la misma zona de Almería que le vio nacer y crecer, la calle de las Tiendas. Por esas calles llenas de historia transcurrió también su vida personal y familiar. Pese a no haber tenido una titulación universitaria, mi padre fue un autodidacta, una persona que consiguió alcanzar una cultura y una formación que le permitieron desarrollar un trabajo cualificado con rigor y meticulosidad. Siempre he admirado que con tan pocas posibilidades fuese capaz de adquirir esas competencias. Su integridad, honradez, responsabilidad y pulcritud fueron envidiables. Lo recuerdo en su mesa de despacho, con su perfecta caligrafía que inunda mi vida, sus libros de contabilidad, la antigua máquina de calcular, la perfección en todo lo que hacía y lo que nos ha dejado. Como persona, su sentido de la amistad y la familia, de la justicia y la honestidad, eran cualidades destacadas en él. Supo crear una familia con aquella bonita chica de Granada que conoció en las fiestas de San Antonio, en Ciudad Jardín, de la que se enamoró y que, con perseverancia, consiguió que fuera su mujer. Le costó algún que otro viaje con su Lambretta a Granada para convencer a Ana de que finalmente pasara el resto de su vida con él en su Almería natal, de la que nunca se quiso separar. Ángel supo disfrutar la vida, su juventud y su madurez con sus amigos y su familia, supo crear un hogar feliz. No supe nunca de problemas, pues mi padre siempre se preocupó por ofrecerme todo lo que él no había podido tener en lo referente a estudios, formación y posibilidades. Me enseñó a ser responsable, a no escatimar esfuerzos y a luchar por lo que uno quiere con respeto a los demás, a ser independiente. Me inculcó su sentido del deber, de la justicia, del esfuerzo, y querría pensar que algo me ha quedado de todo lo que he conocido de él, y del ejemplo de vida que ha sido para mí. Mi padre vivió 15 años de tranquilidad después de su jubilación, en los que supo muy bien qué hacer: redescubrió la lectura, los viajes, la compañía de su esposa en cada instante, sus pequeñas salidas en coche, el ordenador y las nuevas tecnologías, las temporadas en Granada, los deportes que seguía con interés aunque no importaba perder un partido de fútbol o tenis si había un plan más interesante que implicara compartir con la familia o los amigos. Desafortunadamente, hace unos cuatro años la vida le impuso una restricción importante a su libertad. Lo que sirvió para prolongar su vida le ataba irremediablemente a tres visitas semanales al hospital de Torrecárdenas para recibir diálisis. Sólo los que lo sufren saben cómo se lleva ese proceso. Mi padre descubrió otra vertiente de la vida, y supo aceptar el sacrificio y las limitaciones, conoció otras personas incluso mucho más jóvenes que padecen esa situación y que tienen tantas ganas de vivir, y por las que se preocupaba, por eso siempre pensó que tenía suerte de haber llegado tan tarde a ese proceso y que no debía quejarse. Descubrió nuevos amigos con los que también sabían apreciar un buen vino juntos, con moderación pero con la ilusión de los que saborean los instantes. Sabía que pese a que la vida nos había permitido compartir muchos momentos de satisfacción, había un objetivo que parecía imposible. El destino permitió que pudiera ver el sueño cumplido, el hilo rojo nos llevó a China hacia mi hija Ana Qinye, su nieta de ojitos rasgados tan esperada y en la que él pensaba todas las noches de Fin de Año al tomar las uvas y abrazarme, deseando que el año siguiente ella estuviera con nosotros. Ángel, mi padre, se fue después de una semana dura de complicaciones, pero con la actitud de un valiente, nunca mirando atrás, nunca arrepintiéndose de las decisiones, siempre fuerte, sin molestar, con agradecimiento a los profesionales que le atendían, a pesar de que las cosas no iban bien, con la resignación de los valientes que saben dónde hay que luchar y cuando tenemos que aceptar las dificultades. Se fue pensando en nosotros, en su esposa tan querida y a la que tanto cuidaba en estos últimos años, “ligero de equipaje, casi desnudo”, pero lleno de todo el amor de los que le rodeábamos, y él lo sabía. Se fue en paz consigo mismo, tanta como nos ha dejado, a pesar del dolor profundo de su ausencia. Creo que fue afortunado, y es lo único que me consuela de haberme quedado sin él: saber que supo querer y ser querido. Mi padre fue un hombre sencillo, “en el buen sentido de la palabra, bueno”, como dijo Machado. Hizo honor a su nombre, fue un ángel en nuestras vidas que nos acompañará para siempre, protegiéndonos desde donde esté.